Imagen alegórica a los servicios de Internet

 

Aunque solo en estos tiempos de uso cada vez más generalizado de Internet se ha popularizado el término que antes era únicamente común entre sociólogos y otros profesionales de la Ciencias Sociales, las redes sociales existen desde que existen los colectivos humanos.

Incluso, otros colectivos no humanos funcionan también como redes, basta observar un hormiguero, un panal de abejas... Su funcionamiento resulta decisivo en el acceso a la alimentación, la protección contra otras especies, la reproducción y para compartir información imprescindible relacionada con esas actividades vitales.

En las sociedades humanas cada individuo pertenecía ya a redes familiares, de amistades, de vecinos, de compañeros de trabajo o de estudio, de profesionales, muchas veces superpuestas, desde muchísimo antes que espacios como Facebook o Twitter se volvieran cotidianos.

Sin embargo, la llegada de Internet ha vuelto tangible, e incluso capitalizable, lo que antes era invisible. Al quedar registrados en las memorias de potentes computadoras llamadas servidores cada búsqueda, cada intercambio, cada publicación de texto, video o fotos y los que interactúan con ellas, así como los metadatos que las acompañan (fecha, hora, sexo, tema y ubicación geográfica de los participantes, entre otros), en un espacio donde cada minuto se producen miles de millones de esas acciones, el desarrollo actual de herramientas informáticas para correlacionarlos permite encontrar y conectar afinidades a una velocidad antes impensable.

Así han surgido las empresas conocidas como «gigantes de Internet» o de la tecnología, cuyo potencial se apoya precisamente en capitalizar esos intangibles. Ofreciendo a sus usuarios como mercancía para la publicidad de otras empresas con una efectividad que hace pocos años no era posible imaginar, Facebook y Google han llegado a cotizarse en bolsa por cientos de miles de millones de dólares.

Ya son cada vez menos los que llegan a una información tecleando la dirección en el navegador, lo más común es que se navegue a través de lo que un buscador como Google o el algoritmo de Facebook nos ponen delante. Más que navegar, nos relacionamos con aplicaciones de Internet que seleccionan para nosotros respuestas virtuales a partir de hegemonías del mundo real que pagaron por ello.

Para la mayoría de los internautas que usan esas dos herramientas la mayor parte de su tiempo de conexión, Internet es Facebook y Google, al igual que sistema operativo es sinónimo de Android o Windows.

El 18 de mayo del 2012, una declaración conjunta de un grupo de organizaciones de la sociedad civil, de cara a la reunión de Naciones Unidas en Ginebra para la Cooperación mejorada sobre cuestiones de políticas públicas relativas a Internet, apuntaba que «lo que fue una red pública de millones de espacios digitales, ahora es en gran medida un conglomerado de espacios de unos pocos propietarios». Seis años después, muchos hablan de GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) como el gigante que controla desde un solo país el espacio digital global.

Más allá de las denuncias sobre su uso con fines de dominación política y militar, en consecuencia con lo que ya reveló el exanalista de la National Security Agency, Edward Snowden, es arrasadora la efectividad que adquieren en los mercados nacionales las empresas transnacionales que pueden pagar por ser publicitadas, microlocalizando los públicos de acuerdo con sus características, gustos y necesidades, traspasando las fronteras nacionales.

Con más de cuatro mil millones de usuarios de Internet, la batalla que se libra entre Google y Facebook por gestionar la conexión de los tres mil millones de terrícolas restantes con «internet.org» (entiéndase acceso gratuito a los servicios de esas empresas, pero cobrado al salir de esos espacios) está en pleno auge.

Las políticas que penalizan en la corporación de Mark Zuckerberg los enlaces externos, volviéndolos prácticamente invisibles, mientras premian el contenido que no obliga a salir de la red social para accederlo, son una manifestación de esa obsesión por tener a los usuarios todo el tiempo en el espacio donde cada acción produce metadatos para la empresa.

Indiscutiblemente, la brecha digital se ha ido cerrando a una velocidad mucho mayor que la radial o televisiva, pero eso, lejos de significar una diversificación del consumo cultural, ha profundizado el abismo entre el núcleo de producción de contenidos y servicios en poder de unas pocas empresas estadounidenses y el resto del planeta, provocando una creciente homogeneización.

En América Latina, de los cien sitios más populares solo el 26 % es de origen local y menos del 30 % está en idioma local; incluso buena parte de este último, aunque esté en castellano, es de procedencia estadounidense.

Es un hecho cotidiano que un anunciante puede hoy microlocalizar en una red como Facebook o en los resultados de un buscador como Google el destinatario de un mensaje a partir de la edad, el sexo, la ubicación geográfica y perfil profesional, ya sea para posicionar un producto o una noticia, sin importar si esta es veraz o no, solo tiene que tener el dinero para pagar por ello.

Se trata de algo absolutamente legal y de uso muy común, que nada tiene nada que ver con los recientes escándalos por la utilización de datos derivados de la actividad personal en Facebook para crear perfiles políticos de los usuarios, asociados a la empresa Cambridge Analytica.

Son pocos los países cuya masa crítica demográfica y lengua propia  les permite desarrollar alternativas, como es el caso de China y Rusia. El experto y profesor de la Universidad de Stanford Evgueny Morozov, para nada sospechoso de admiración por alguno de esos dos países, apuntaba con ironía en el 2015: «Noten la diferencia crucial: Rusia y China quieren poder acceder a los datos generados por sus ciudadanos en su propio suelo, mientras que EE. UU. quiere acceder a los datos generados por cualquier persona en cualquier lugar, siempre y cuando las empresas estadounidenses los manejen».

Procesos como el Brexit, la elección de Donald Trump o la respuesta al referendo sobre la paz en Colombia han sido impactados por estas realidades. Las guarimbas del primer semestre del 2017 en Venezuela, la derrota de la consulta para la reelección de Evo Morales en Bolivia, o el despliegue instantáneo de la violencia en Nicaragua han contado con millones de dólares invertidos en las redes sociales de Internet.

Internet no es el problema, sino la desigualdad económica y social con que las hegemonías del mundo real se trasladan al espacio virtual, dinero mediante.

Tim Berners Lee, creador de la world wide web, en ocasión de cumplirse 28 años de su invención en marzo del 2017, expresaba sentirse «cada vez más preocupado por tres nuevas tendencias» de la web: hemos perdido control de nuestra información personal, es muy fácil difundir información errónea en la web y la publicidad política en línea necesita transparencia y entendimiento.

En el 2016 Jonathan Albright, profesor de la Universidad de Elon en Carolina del Norte, publicaba un mapa en el que mostraba cómo a partir del dominio del algoritmo de las búsquedas de Google la extrema derecha colonizó el espacio digital mucho más efectivamente que la izquierda liberal en EE. UU.

El mapa de Albright, que siguió un millón 300 mil hipervínculos, muestra cómo un sistema «satelital» de noticias y propaganda de derecha (formas oscuras en el mapa) rodeó el sistema de medios de comunicación dominantes justo en el año en que Donald Trump llegó a la Casa Blanca.

Preguntado por el diario The Guardian acerca de cómo detener ese proceso, Albright respondió: «No lo sé, no estoy seguro de qué pueda hacer, es una red, es mucho más poderoso que cualquier actor».

«¿Entonces, casi tiene vida propia?», le preguntaron. «Sí –respondió el científico– y está aprendiendo. Todos los días se hace más fuerte».

¿Qué solución hay ante eso para un país pequeño que pretende no ser dominado por la hegemonía estadounidense? ¿Huir de las redes sociales de Internet, que ya forman parte de la vida cotidiana de miles de millones de personas, de la mayoría de los jóvenes y de un creciente número de cubanos? ¿Crear, sin masa crítica demográfica espacios nacionales excluyentes como hace China, que tiene más internautas que Estados Unidos y Europa juntos?

No parece ser viable, nuestra alternativa pareciera estar en poner en red nuestros valores, en preguntarnos si los cubanos portadores de ellos son los que más facilidades tienen para acceder a Internet, en hacer que nuestros medios de comunicación y nuestras escuelas fomenten una cultura del uso de esas tecnologías que permita no ser manipulado y que los liderazgos institucionales, políticos y sociales estén presentes y se articulen en la red a partir de una información oportuna y de calidad que guarde relación con las expectativas y necesidades de los cubanos. (Texto e imagen tomados de www.granma.cu)