Elpidio Valdés

A Elpidio Valdés lo conocí en el patio trasero de mi edificio en la naciente comunidad de La Sierpe. Cuando venía el llamado cine móvil desde Sancti Spíritus, justo en la espalda de mi apartamento, colgaban la pantalla en blanco, donde después cobraban vida el pillo manigüero, el bigotudo Resoples…

Y mientras que al compás de la canción de Silvio Rodríguez todo el mundo recogía sillas y taburetes en retirada, me quedaba embobecido, sentado sobre un cubo, leyendo los créditos del animado, que cerraban con el de Juan Padrón Blanco. Pero, deben imaginar que por la cabeza no me pasaba qué significaba la susodicha relación de nombres. Transcurría 1974.

A partir de ahí, los muchachos de los cuatro o cinco edificios con que contaba el poblado nos inventábamos los Palmiche, y empezábamos a repetir las pintorescas frases que salpicaban la trama entre mambises y españoles. Germinaba así entre niños y adultos la devoción por ese personaje, que nos ancló más a esta isla, sin apelar a didactismos altisonantes, gracias a la feraz imaginación de Juan Padrón, Premio Nacional de Cine (2008), nacido el 29 de enero de 1947 en el valle de Guacamaro, Matanzas.

La pasión por este arte debe ser —comentó al recibir el premio— “el placer de hacerle creer a la gente que lo que ven en la pantalla es verdad. Nosotros lo padecimos desde nuestra más tierna infancia y nos atacó con ferocidad”.

Vivía y despertaba por esa época, a finales de los años 50 de la centuria pasada, con los pitazos del antiguo central Carolina (luego Granma), en Coliseo, donde creó lo que nombraron la Troya Sono Films, junto a su hermano Ernesto y su primo Jorge Pucheaux.

“Alimentados por las historietas y las series de televisión, no parábamos de hacer películas (silentes) policíacas, de guerra y de ciencia ficción con una cámara de 8 milímetros Kodak Brownie (…). Eran el asombro del público ―nuestros padres y abuelos―”.

Los amiguitos del batey eran los artistas y extras de las filmaciones (historias de indios y vaqueros; del capitán Rayo…), reveladoras de las inquietudes artísticas casi innatas de Juan Padrón, que rebasaron, a la postre, la creación de Elpidio Valdés.

Esa capacidad innovadora y de aprendizaje halló asideros y desencuentros, indistintamente, en las diferentes publicaciones a las cuales se vinculó (Mella, Juventud Rebelde, Pionero), la Sección Fílmica de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Sección de Producciones Fílmicas del Instituto Cubano de Radiodifusión y en el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos (Icaic).

El nacimiento de un símbolo

Elpidio Valdés nació en agosto de 1970 en medio de la historieta Kashibashi, protagonizada por un samurái, publicada en la revista Pionero. Lo llamó así para que sonara a Cecilia Valdés. “Lo dibujé a la primera; no era un personaje estudiado —dijo a Juventud Rebelde—. Lo puse para que hiciera unos chistes; pero me gustó tanto que no continué con esa historieta, e inicié otra donde él salía como protagonista y Kashibashi como secundario”. La trama ocurría en Japón; allí iba a destruir un arma secreta española.

Sobrevendría otra historieta; pero el insurrecto volvía a cumplir una misión fuera de Cuba; viajaba a Estados Unidos para comprar armamento. Y la razón la explicó el propio creador: no sabía dibujar ni al Ejército Libertador y, mucho menos, al español (grados, armas, uniformes…). Machete en mano, Elpidio Valdés empezó a galopar con Palmiche por la manigua cubana solo después de que Juan Padrón, fallecido el 24 de marzo último, realizara una minuciosa indagación histórico-militar.

Desde las páginas de Pionero, el mambí saltó a la pantalla grande en 1974 en una serie de cortos. En 1979, se estrena Elpidio Valdés, el primer largometraje animado de ficción concebido en Cuba; propuesta que encontró —al igual que Elpidio Valdés contra dólar y cañón (1983)— “una cálida recepción de crítica y público por su muy bien estructurado guion, salpimentado con abundantes dosis de chispeante humor criollo y un ritmo dinámico”, ha comentado el crítico e investigador Luciano Castillo.

Caricatura Juan Padrón
De la serie televisiva Más se perdió en Cuba (1995), coproducción del Icaic con la firma española ISKRA, surge Elpidio Valdés: contra el águila y el león, donde se observan señales de “agotamiento y un humor menos efectivo al dejar de ser los españoles el blanco de sus bromas”, hizo notar el también director de la Cinemateca de Cuba.

No obstante, ello no le resta méritos a su creador, quien legó un héroe criollo, cubanísimo como la ceiba, desinhibido, corajudo y pícaro, que rompe los arquetipos, por regla dotados de poderes especiales; símbolo del alma rebelde de este archipiélago.

“Entre las sabidurías que nos entrega Juan Padrón —escribió Reynaldo González, Premio Nacional de Literatura— está una asimilada manera de educar sobre asuntos patrióticos sin acogerse a una altisonancia de arenga, que por repetida termina banalizando los mensajes más significativos”.

En fin, con Elpidio Valdés, Padrón ideó “un ícono de la cultura cubana”, al decir del ya fallecido director de cine y de televisión, Miguel Torres, autor del documental Hasta la próxima aventura, que recorre el itinerario artístico del matancero, quien dejó para la posterioridad otro clásico del cine cubano, Vampiros en La Habana.

Vampiros en el trópico

Juan Padrón se sintió una vez como Steven Spielberg; sucedió cuando cientos de estudiantes, amantes de la película Vampiros en La Habana, lo recibieron en Valparaíso, Chile, confesó cierta vez. Aquellos aplausos torrenciales le vinieron como aire puro al hombre de mostacho imperturbable y de ojos avispados, pero discretos. Al finalizar Vampiros…, los “expertos” —aseguró— le recriminaron porque la película era muy vernácula, confusa y ruidosa, y no era lo que esperaban de él.

En julio de 1985 el largometraje no tuvo ni premier ni conferencia de prensa para anunciarlo. Sin embargo, la depresión de su autor por tanto prejuicio cedió: Vampiros… impuso récord de taquilla para una semana en ese tiempo y se convirtió en una película de culto, que destila choteo por los cuatro costados.

El colega Rolando Pérez Betancourt la calificó como “todo un acontecimiento, por cuanto fue capaz de aunar humor y política en una historia que se disfrutaba en medio de un mar de risas; sátira anticapitalista ambientada en medio de la corrupción de los años 30 y que enfrentaba a vampiros cubanos, estadounidenses y europeos”.

Comparada con clásicos como Yellow Submarine y Fritz the Cat, este animado para adultos encontró el favor de la crítica especializada de Estados Unidos, que ponderó la técnica de dibujo de Padrón, al punto de confrontarla con la del mítico animador Tex Avery, comentarios recopilados por Luciano Castillo.

“Padrón mantiene su pulposa trama satírica (…) como The Lost Boys, moviéndose a un vigoroso ritmo de comedia de porrazos” (Daily News). “Una película que tiene de todo: humor, creación artística, una música grandiosa y una dirección muy creadora” (The New York City Tribune).

Juan Padrón

En 2003, Padrón trajo de vuelta a esos personajes que lo horrorizaban en sus noches en el batey azucarero, con Más vampiros en La Habana, la cual despertó criterios divididos ante la lógica comparación con su precedente. La nueva propuesta no satisfizo las expectativas de algunos cinéfilos; para otros, siguió incólume el apreciable poderío sonoro-visual de la primera y la capacidad imaginativa del artista.

Ante la disparidad de voces, él adujo: “Pienso que son bien diferentes. La primera es una comedia costumbrista, y esta es una película de aventuras. Es una trama más complicada, una mezcla de película de espionaje y aventuras, rociada con choteo cubano”.

Para fortuna de la cultura nacional, el catálogo del matancero incluye la serie de animados humorísticos Filminuto, iniciada en 1980, donde conviven vampiros, verdugos, piojos y duendes —censurados en otros tiempos—, capaces de activar la identificación y la comunicación con el espectador, hastiado de la vulgaridad y ávido del discurso sugerente e incisivo.

A mediados de los 80, emprendió la serie Quinoscopios, con dibujos y argumentos del humorista Joaquín Lavado (Quino), quien prodigó elogios hacia el cubano y su equipo de trabajo y, en consecuencia, aprobó la realización, por el versátil Padrón, de un largometraje con Mafalda, hija del talento del argentino.

Cerca de una decena de Corales en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, un Coral de Honor en la edición 35 de ese certamen, Premio Nacional de Humor (2004) y varios lauros ganados en otras latitudes reconocen la maestría de este director de cine, con tres películas en la colección del Museo de Arte Moderno de New York y autor de obras seleccionadas por la Asociación Internacional de Filmes de Animación para la gira Lo mejor de la animación mundial.

Así, con tantas distinciones a cuestas, nunca imaginé verlo, en short y chancletas, conversando en su casa con unos colegas acerca de lo humano y lo divino de su obra toda. A veces sonreía; otras, el rostro se le volvía medio adusto, sobre todo cuando hablaba de los demonios que asomaron para abortar un proyecto, una idea suya. Hablaba con hidalguía, sin resquemores.

De algún modo, me recordaba al pillo manigüero, nacido en Cundiamor de Vereda Baja, que conocí en el traspatio de mi edificio en La Sierpe. En aquel entrevistado, regordete y bonachón, veía el espíritu del jovenzuelo que blandía machete a diestra y siniestra, sobre el lomo de Palmiche, para desterrar todo lo que oliera a coloniaje en Tocororo Macho.

(Tomado de Escambray)