DISCURSO PRONUNCIADO POR
FIDEL CASTRO RUZ, PRESIDENTE DE LOS CONSEJOS DE ESTADO Y DE MINISTROS, EN LA
CEREMONIA DE BIENVENIDA A SU SANTIDAD
JUAN PABLO II, EFECTUADA EN EL AEROPUERTO INTERNACIONAL "JOSE MARTI",
EN CIUDAD DE LA HABANA, EL 21 DE ENERO DE 1998.
(VERSIONES TAQUIGRAFICAS - CONSEJO DE ESTADO)
Santidad:
La tierra que usted acaba de besar se honra con su
presencia. No encontrará aquí aquellos
pacíficos y bondadosos habitantes naturales que la poblaban cuando los primeros
europeos llegaron a esta isla. Los
hombres fueron exterminados casi todos por la explotación y el trabajo esclavo
que no pudieron resistir; las mujeres, convertidas en objeto de placer o
esclavas domésticas. Hubo también los
que murieron bajo el filo de espadas homicidas, o víctimas de enfermedades
desconocidas que importaron los conquistadores.
Algunos sacerdotes dejaron testimonios desgarradores de su protesta
contra tales crímenes.
A lo largo de siglos, más de un millón de africanos
cruelmente arrancados de sus lejanas tierras ocuparon el lugar de los esclavos
indios ya extinguidos. Ellos hicieron un
considerable aporte a la composición étnica y a los orígenes de la actual
población de nuestro país, donde se mezclaron la cultura, las creencias y la
sangre de todos los que participaron en esta dramática historia.
La conquista y colonización de todo el hemisferio se
estima que costó la vida de 70 millones de indios y la esclavización de 12
millones de africanos. Fue mucha la
sangre derramada y muchas las injusticias cometidas, gran parte de las cuales,
bajo otras formas de dominación y explotación, después de siglos de sacrificios
y de luchas, aún perduran.
Cuba, en condiciones extremadamente difíciles, llegó a
constituir una nación. Luchó sola con
insuperable heroísmo por su independencia.
Sufrió por ello hace exactamente 100 años un verdadero holocausto en los
campos de concentración, donde murió una parte considerable de su población,
fundamentalmente mujeres, ancianos y niños; crimen de los colonialistas que no
por olvidado en la conciencia de la humanidad dejó de ser monstruoso. Usted, hijo de Polonia y testigo de Oswiecim, lo puede comprender mejor que nadie.
Hoy, Santidad, de nuevo se intenta el genocidio,
pretendiendo rendir por hambre, enfermedad y asfixia económica total a un
pueblo que se niega a someterse a los dictados y al imperio de la más poderosa
potencia económica, política y militar de la historia, mucho más poderosa que
la antigua Roma, que durante siglos hizo devorar por las fieras a los que se
negaban a renegar de su fe. Como
aquellos cristianos atrozmente calumniados para justificar los crímenes,
nosotros, tan calumniados como ellos, preferiremos mil veces la muerte antes
que renunciar a nuestras convicciones.
Igual que la Iglesia, la Revolución tiene también muchos mártires.
Santidad, pensamos igual que usted en muchas
importantes cuestiones del mundo de hoy y ello nos satisface grandemente; en
otras, nuestras opiniones difieren, pero rendimos culto respetuoso a la
convicción profunda con que usted defiende sus ideas.
En su largo peregrinaje por el mundo, usted ha podido
ver con sus propios ojos mucha injusticia, desigualdad, pobreza; campos sin
cultivar y campesinos sin alimentos y sin tierra; desempleo, hambre,
enfermedades, vidas que podrían salvarse y se pierden por unos centavos;
analfabetismo, prostitución infantil, niños trabajando desde los seis años o
pidiendo limosnas para poder vivir; barrios marginales donde viven cientos de
millones en condiciones infrahumanas; discriminación por razones de raza o de
sexo, etnias enteras desalojadas de sus tierras y abandonadas a su suerte;
xenofobia, desprecio hacia otros pueblos, culturas destruidas o en destrucción;
subdesarrollo, préstamos usurarios, deudas incobrables e impagables,
intercambio desigual, monstruosas e improductivas especulaciones financieras;
un medio ambiente que es destrozado sin piedad y tal vez sin remedio; comercio
inescrupuloso de armas con repugnantes fines mercantiles, guerras, violencia,
masacres; corrupción generalizada, drogas, vicios y un consumismo enajenante
que se impone como modelo idílico a todos los pueblos.
Ha crecido la humanidad solo en este siglo casi cuatro
veces. Son miles de millones los que
padecen hambre y sed de justicia; la lista de calamidades económicas y sociales
del hombre es interminable. Sé que
muchas de ellas son motivo de permanente y creciente preocupación de Su
Santidad.
Viví experiencias personales que me permiten apreciar
otros aspectos de su pensamiento. Fui
estudiante de colegios católicos hasta que me gradué de bachiller. Me enseñaban entonces que ser protestante,
judío, musulmán, hindú, budista, animista o partícipe de otras creencias
religiosas, constituía una horrible falta, digna de severo e implacable
castigo. Más de una vez incluso, en algunas
de aquellas escuelas para ricos y privilegiados, entre los que yo me
encontraba, se me ocurrió preguntar por qué no había allí niños negros, sin que
haya podido todavía olvidar las respuestas nada persuasivas que recibía.
Años más tarde el Concilio Vaticano II, convocado por
el Papa Juan XXIII, abordó varias de estas delicadas cuestiones. Conocemos los esfuerzos de Su Santidad por
predicar y practicar los sentimientos de respeto hacia los creyentes de otras importantes
e influyentes religiones que se han extendido por el mundo. El respeto hacia los creyentes y no creyentes
es un principio básico que los revolucionarios cubanos inculcamos a nuestros
compatriotas. Esos principios han sido
definidos y están garantizados por nuestra Constitución y nuestras leyes. Si alguna vez han surgido dificultades, no ha
sido nunca culpa de la Revolución.
Albergamos la esperanza de que algún día en ninguna
escuela de cualquier religión, en ninguna parte del mundo, un adolescente tenga
que preguntar por qué no hay en ella un solo niño negro, indio, amarillo o
blanco.
Santidad:
Admiro sinceramente sus valientes declaraciones sobre
lo ocurrido con Galileo, los conocidos errores de la Inquisición, los episodios
sangrientos de las Cruzadas, los crímenes cometidos durante la conquista de
América, y sobre determinados descubrimientos científicos no cuestionados hoy
por nadie que, en su tiempo, fueron objeto de tantos prejuicios y
anatemas. Hacía falta para ello la
inmensa autoridad que usted ha adquirido en su Iglesia.
¿Qué podemos ofrecerle en Cuba,
Santidad? Un pueblo con menos
desigualdades, menos ciudadanos sin amparo alguno, menos niños sin escuelas,
menos enfermos sin hospitales, más maestros y más médicos por habitantes que
cualquier otro país del mundo que Su Santidad haya visitado; un pueblo
instruido al que usted puede hablarle con toda la libertad que desee hacerlo, y
con la seguridad de que posee talento, elevada cultura política, convicciones
profundas, absoluta confianza en sus ideas y toda la conciencia y el respeto
del mundo para escucharlo. No habrá
ningún país mejor preparado para comprender su feliz idea, tal como nosotros la
entendemos y tan parecida a la que nosotros predicamos, de que la distribución
equitativa de las riquezas y la solidaridad entre los hombres y los pueblos
deben ser globalizadas.
Bienvenido a Cuba (APLAUSOS).