En el momento de redactar estas líneas tengo la seguridad de que hoy ustedes realizarán en nombre de toda Cuba uno de los actos más grandiosos de la historia de nuestra Revolución.
Las noticias alentadoras recibidas ayer, en medio de la lucha que se viene librando hace siete meses en circunstancias sumamente hostiles y desfavorables contra una injusticia que nos hirió profundamente, no darán lugar a que bajemos la guardia.
Ese proceso judicial nunca debió realizarse en Estados Unidos, cuyos tribunales, de acuerdo a las normas internacionales y a las propias leyes norteamericanas y cubanas, no tenían jurisdicción para ello.
Existen todavía riesgos latentes no subestimables. Bastaría con que un miembro del Tribunal Supremo de aquel país, al cual corresponde en este caso decidir, aceptara la solicitud ya anunciada de un interdicto, y la permanencia del niño y su familia en los Estados Unidos se prolongaría durante meses.
La mafia criminal de Miami y sus aliados de la extrema derecha en Estados Unidos disponen todavía de poder y márgenes de maniobra. No vacilarán un segundo en usarlos, ya que no existe por parte de ellos el menor escrúpulo para seguir torturando a las víctimas de su odio y vengándose rencorosamente del niño, su familia y su pueblo.
Ni aun cuando Elián y su valeroso padre regresen a Cuba con sus demás familiares y compañeros cercanos nos tomaremos un minuto de descanso. Tenemos el deber sagrado de impedir que las vidas de muchos niños, madres y otros ciudadanos cubanos sean devoradas por la Ley asesina de Ajuste Cubano. Nos queda además por delante la lucha sin tregua contra las leyes Helms-Burton y Torricelli, las decenas de enmiendas del Congreso de Estados Unidos para asfixiar a nuestro país, el criminal bloqueo, la guerra económica, la incesante política de subversión y desestabilización contra una revolución iniciada hace más de 130 años, que en uso ya de nuestros irrenunciables derechos como pueblo absolutamente soberano e independiente, hemos logrado hacer y enraizar al costo de mucha sangre, sacrificio y heroísmo. ¡Así lo hemos jurado y así lo cumpliremos!
Somos además profundamente internacionalistas. En los días más duros de la lucha por la liberación de Elián el apoyo del pueblo norteamericano se elevó en su conjunto a más del 70 por ciento, lo cual no puede ser ni será olvidado. En ese decisivo y admirable apoyo el 90 por ciento de los ciudadanos afroamericanos defendieron los derechos del niño y del padre. Hace apenas 24 horas ellos, y también la mayoría de los norteamericanos, recibieron un duro golpe en el minuto infortunado en que Shaka Sankofa, como él decidió llamarse a partir de su condena a muerte, fue asesinado. Nuestro pueblo también se conmovió con similar dolor. El crimen fue incalificable.
Independientemente de las infracciones legales que con gran énfasis, rencor y saña le atribuyen sus ejecutores a Shaka Sankofa, cuando era un adolescente que vivía en condiciones de pobreza, marginalidad y discriminación racial, lo cierto e incuestionable es que, cuando todavía era menor de edad, fue sancionado a muerte sin consideración ni piedad alguna, por un supuesto homicidio cuya culpabilidad no pudo siquiera probársele. Todo lo que con él se hizo está en contradicción con doctrinas y principios jurídicos universalmente aceptados. La única prueba que alegaron fue el testimonio de una persona que, ubicada a casi 40 pies, bastante distante para precisar los detalles, mucho menos en horas de la noche, afirmó haber visto su rostro durante breves segundos a través del cristal de su auto en las proximidades del lugar donde ocurrió el hecho. Varios testigos que podían haber demostrado lo contrario no fueron llamados al juicio, donde adicionalmente no pudo contar, como pobre que era, con los servicios de un defensor experimentado. Las pruebas balísticas demostraron que los proyectiles que ocasionaron la muerte de la víctima no coincidían con el arma que, según los propios acusadores, portaba el acusado. Varios de los miembros del jurado que lo condenó han afirmado que, de haber conocido estas circunstancias e irregularidades, nunca lo habrían declarado culpable.
Durante la larga lucha de Shaka Sankofa por demostrar su inocencia, a ninguno de los que lo conocieron y apoyaron lo abandonó jamás la absoluta convicción de que era inocente y que la sanción establecida constituía un repugnante asesinato. La resuelta energía, la elocuencia y la dignidad con que se defendió transmiten esa misma impresión.
Es creencia generalizada en Estados Unidos y en el mundo que fue sencillamente sancionado a la pena capital y ejecutado por ser negro.
Al crimen de condenar a la pena capital a un menor de edad, se añadió el monstruoso hecho de someterlo durante 19 años a capilla ardiente o al llamado, con más crudeza, corredor de la muerte. Pero eso no bastó a calmar el rencor de los racistas a fin de que se le concediese una moratoria para esclarecer lo que a todas luces constituía un proceso lleno de anomalías y arbitrariedades. Cualquier autoridad facultada para ello, con un mínimo de compasión, lo habría hecho.
Shaka Sankofa ha mostrado al mundo los frutos amargos de un sistema social donde las diferencias entre los más ricos y los más pobres son infinitas, y donde el individualismo, el egoísmo, el consumismo, el uso generalizado de las armas de fuego y la violencia imperan como un fundamento filosófico.
Lo admirable de aquel adolescente, pobre, marginado y negro, tal vez por esto condenado a muerte sin prueba alguna, es cómo desarrolló a lo largo de aquella interminable espera en el corredor de la muerte la impresionante conciencia política y social que expresó en el momento de su ejecución. No marchó como mansa oveja al cadalso. Resistió a la fuerza y hasta la muerte, tal como había prometido, el proceso de ejecución. Habló como un profeta. Arengó a seguir luchando contra lo que calificó de holocausto o genocidio que sufren los afroamericanos. Exigió la reivindicación de su inocencia. Murió como un héroe.
De ese modo, la opresión, la explotación, la desigualdad y la injusticia crean hombres que en el duro momento de una injusta muerte son capaces de conmover un imperio y concitar la admiración de todas las personas honestas del mundo. ¿Acaso podría esto justificarse con las faltas cometidas por un adolescente negro, pobre, discriminado y marginado en el país más rico del mundo?
Constituye para nosotros no sólo un deber de gratitud, sino también un gran deber internacionalista, sumarnos a la protesta enérgica de millones de norteamericanos blancos y negros, indios, hispanos y mestizos, que indignados condenan esta repudiable forma racista de aplicar la justicia.
Estos hechos nos convencen más que nunca de que el futuro pertenece por entero a nuestros sueños de igualdad y justicia para todos los seres humanos.
¡Los pueblos vencerán!
Fidel Castro Ruz
24 de junio del 2000