Discurso pronunciado por el Presidente de la República de Cuba Fidel Castro Ruz, en la Tribuna Abierta de la Revolución en acto de protesta y repudio contra el bloqueo, las amenazas, las calumnias y las mentiras del presidente Bush, en la Plaza Mayor General "Calixto García" de Holguín, el 1ro de junio del 2002.

Queridos compatriotas de Holguín, Granma,

Las Tunas y toda Cuba:

El 20 de mayo, día del bochornoso espectáculo del auditorio de Miami, era irónico escuchar al señor W. Bush hablar enérgicamente de independencia y libertad —no para Puerto Rico sino para Cuba—, y mucho sobre democracia —no para la Florida sino para Cuba. Especial énfasis puso el señor W. en la defensa de la propiedad privada, como si ésta no existiera en Cuba.

Me di cuenta de que los años pasan. Qué lejos quedaban aquellos tiempos en que un hombre de voz cálida y persuasivo acento, desde un sillón de ruedas, hablaba como Presidente de Estados Unidos e inspiraba respeto: era Franklin Delano Roosevelt. No se expresaba como un perdonavidas o un matón; ni era Estados Unidos la superpotencia hegemónica que es hoy. Etiopía había sido ocupada. La sangrienta guerra civil española había estallado. China estaba siendo invadida y el peligro nazi-fascista amenazaba al mundo. Roosevelt, a mi juicio un verdadero estadista, luchaba por sacar a su país de un peligroso aislacionismo.

Yo era entonces un colegial de sexto o séptimo grado. Tendría de 12 a 13 años. Había nacido en pleno campo, donde ni luz eléctrica existía, y muchas veces sólo a caballo, por caminos de espeso lodo, podía arribarse. Alternaba los meses del año entre un rígido internado segregacionista —léase apartheid sexual, los varones a distancia infinita de las hembras, separados en escuelas que estaban a años luz unas de otras— en Santiago de Cuba, y breves vacaciones, aunque una más extensa durante el verano, en Birán.

Los que teníamos privilegios, vestíamos, calzábamos y nos alimentábamos. Un mar de pobreza nos rodeaba. No sé qué tamaño tendrá el rancho en Texas del señor W.; sí recuerdo que mi padre dominaba sobre más de diez mil hectáreas de tierra. Eso apenas era nada. Otras gigantescas extensiones, que variaban entre 110.409 y 115.079 hectáreas —propiedad de la West Indies Sugar Company y de la United Fruit Company—, rodeaban el latifundio familiar.

Cuando un Presidente de Estados Unidos anunciaba un discurso, equivalía a decir: hablará Dios. Era lógico, todo venía de allí: lo bello, lo bueno, lo útil; desde una cuchilla de afeitar hasta una locomotora; desde una postal con la Estatua de la Libertad, hasta una película de cowboys que tanto fascinaba a niños y adultos. Además, "desde allí nos vino la independencia y la libertad". Eso les decían a las decenas de miles de obreros agrícolas y campesinos sin tierra de aquellos territorios que una parte del año obtenían empleo limpiando y cortando caña. Descalzos, mal vestidos y hambrientos, vivían bajo el terror de la guardia rural, creada por los interventores, con fusiles Springfield, largos y estrechos machetes, sombreros y caballos de Texas de siete cuartas, que sembraban el pánico con su imponente altura en nuestros desnutridos trabajadores, a los cuales reprimían sin piedad ante cualquier amago de huelga o protesta.

En aquellas inmensas extensiones de campos, barracones, bohíos de guano, pueblos empobrecidos y centrales de azúcar, de vez en cuando aparecía una mísera aula por cada 200 o 300 niños, sin libros, con muy pocos materiales escolares, y a veces sin maestro. Sólo en los bateyes de los grandes centrales había uno o dos médicos para atender fundamentalmente a las familias de administradores y altos funcionarios de las empresas azucareras extranjeras.

En cambio, abundaba un extraño profesional, con instrucción escolar no mayor de tres o cuatro grados —un verdadero sabio entre la masa de analfabetos, que casi siempre era compadre y visitante ocasional de las familias que vivían en el campo—, se encargaba de los asuntos electorales de los ciudadanos. Sacaba cédulas, comprometía al elector. Era el sargento político. El hombre de campo no vendía su voto, pero ayudaba a "su amigo". Quien contara con más dinero y más sargentos políticos contratara, salvo excepciones, era el seguro candidato triunfador como aspirante a cargos legislativos nacionales u otras funciones que podían ser de carácter municipal o provincial. Cuando en algunas de aquellas elecciones se decidía un cambio presidencial —nunca del sistema político y social, algo impensable— y surgían conflictos de intereses, la guardia rural decidía quiénes serían los gobernantes.

La inmensa mayoría de la población era analfabeta o semianalfabeta; dependía de un mísero empleo que debía conceder un patrón o un funcionario político. No había para el ciudadano opción alguna, ni contaba siquiera con el conocimiento mínimo indispensable para decidir sobre temas cada vez más complejos de la sociedad y del mundo.

De la historia de nuestra patria no conocía más que la leyenda que de boca en boca contaban los padres y abuelos sobre las pasadas y heroicas luchas de la era colonial, lo que al final fue por cierto una gran suerte. Pero lo que significaban aquellos partidos políticos tradicionales, dominados por las oligarquías al servicio del imperio, ¿cómo podían comprenderlo? ¿Quién lo ilustraba? ¿Dónde podrían leerlo? ¿En qué prensa? ¿Con qué alfabeto? ¿Cómo transmitirlo? El brillante y heroico esfuerzo de los intelectuales de izquierda, que lograron admirables avances en aquellas condiciones, chocaba con las murallas infranqueables de un nuevo sistema imperial y la experiencia acumulada durante siglos por las clases dominantes para mantener oprimidos, explotados, confundidos y divididos a los pueblos.

El único derecho de propiedad que conocía la casi totalidad de Cuba hasta 1959, era el derecho de las grandes empresas extranjeras y sus aliados de la oligarquía nacional a ser dueños de enormes extensiones de tierra, de los recursos naturales del país, y a la propiedad de las grandes fábricas, los servicios públicos vitales, los bancos, los almacenes, los puertos, los hospitales y escuelas privadas que prestaban servicio de calidad a una ínfima minoría privilegiada de la población.

El azar me concedió el honor de nacer aquí precisamente, en el territorio actual de esta provincia, y si ese lugar está a 54 kilómetros de distancia de esta Plaza en línea recta, el recuerdo está muy cercano, sólo a diez milímetros o a diez segundos en mi mente.

En aquellos enormes latifundios cañeros, sólo vi decenas de miles de campesinos sin tierra o tenedores de parcelas sin título alguno, constantemente amenazados o desalojados por los jinetes de los caballos texanos o, en el mejor de los casos, pagando leoninas rentas. En las ciudades, veía muy pocos propietarios de las viviendas que habitaban, por las cuales la población pagaba elevados alquileres. No vi hospitales, ni escuelas para el pueblo y sus hijos, no vi ejércitos de médicos y maestros; sólo miseria, injusticia y desesperanza se apreciaba por todas partes. El pueblo cubano fue confiscado y despojado de toda propiedad.

Había que volver a la manigua. Había que romper las cadenas. Había que hacer una revolución profunda. Había que estar dispuestos a vencer o a morir. Y eso hicimos.

La revolución socialista ha creado más propietarios que los que había creado el capitalismo en Cuba a lo largo de siglos. Cientos de miles de familias campesinas son hoy propietarias de sus tierras, por las cuales no pagan siquiera impuestos. Otros cientos de miles las poseen en usufructo gratuito y las explotan de forma individual o cooperativa, y son propietarios de la maquinaria, los talleres, el ganado y otros bienes. Lo más importante: la Revolución convirtió al pueblo cubano en propietario de su propio país. Lo que erradicó fue la propiedad de los medios fundamentales de producción, de las instituciones financieras y otros servicios vitales en manos de saqueadores y explotadores del pueblo, que se enriquecían a costa del sudor de los trabajadores, o eran para uso exclusivo de privilegiados y ricos, donde pobres y negros estaban excluidos.

La nostalgia sobre la propiedad que pueda sufrir el jefe de un gobierno imperial podría saciarse al ver que, además de los campesinos, millones de familias en las ciudades son ahora dueñas de las viviendas que ocupan, por las que tampoco pagan siquiera impuestos.

Como una necesidad histórica de superar el subdesarrollo heredado, Cuba comparte con empresas extranjeras aquellas producciones a las que no tendría acceso con sus propias tecnologías y fondos, pero ninguna institución financiera internacional o capital privado extranjero determina nuestro destino.

Ni un solo centavo va a parar a los bolsillos de Castro y sus seguidores. Ningún alto líder revolucionario cubano tiene un dólar en ningún banco, ni cuentas personales en divisas dentro o fuera de Cuba, ni testaferros que las tengan en su nombre. Ninguno es sobornable. Eso lo conocen muy bien los cientos de empresas extranjeras que tienen negocios en Cuba. Ninguno es millonario como el señor Presidente de Estados Unidos, cuyo sueldo de un mes es casi el doble del de todos los miembros del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros de Cuba en un año. Ninguno podría ser incluido en la larga lista de muchos de los amigos neoliberales del señor W. en América Latina, campeones olímpicos de la malversación y el robo. Los pocos de ellos que no roban fondos públicos e impuestos al Estado, roban plusvalía a los pobres y hambrientos y matan cada año a cientos de miles de niños latinoamericanos que podrían salvarse; un sistema que el señor W. añora imponer como modelo para Cuba. Su insulto es gratuito. No se queje luego de nuestras duras respuestas.

El cese de la explotación de los seres humanos y la lucha por la verdadera igualdad y justicia, es y será el objetivo de una revolución que no dejará de serlo nunca.

Grande ha sido la obra de la Revolución cubana en todo el país y muy grande en la querida y heroica región oriental, que era la más pobre y atrasada. Las tres de las cinco provincias orientales que han enviado a este histórico acto de protesta más de 400 mil combativos y entusiastas ciudadanos —Holguín, Granma y Las Tunas—, han alcanzado en breves años logros sociales y humanos sin paralelo en el mundo.

Algunos datos de lo que tenían y lo que tienen, antes y después del triunfo de la Revolución:

Mortalidad infantil: antes, más de 100 por cada mil nacidos vivos; hoy, 5,9 —muy por debajo de Estados Unidos.

Esperanza de vida al nacer: antes, 57 años; hoy, 76.

Número de médicos: antes, 344; hoy, 10.334.

Unidades de salud: antes, 46; hoy, 4.006

Camas asistenciales: antes, 1.470; hoy, más de 12 mil.

Maestros primarios: antes, 1.682; hoy, 77.479.

Centros universitarios: antes, cero; hoy, 12.

No sabían leer y escribir: antes, 40,3 por ciento; hoy, 0,2 por ciento.

Se graduaban de sexto grado: antes, el 10 por ciento de sólo un 34 por ciento de niños en edad escolar que asistían a la escuela pública; hoy, asiste el ciento por ciento y se gradúa el 99,9 por ciento.

Televisores para la enseñanza audiovisual: antes, cero; hoy, 13.394.

Equipos para la enseñanza de computación desde preescolar hasta sexto grado: 5.563, que benefician a 237.510 niños.

Más de 27 mil jóvenes entre 17 y 30 años, que no tenían empleo, cursan estudios de nivel medio superior en recién creadas Escuelas de Superación Integral para Jóvenes, por lo cual reciben una remuneración.

Estas tres provincias cuentan con 62 museos, 68 casas de cultura, 21 galerías de arte y 72 bibliotecas.

Todos los niños de Cuba, independientemente del ingreso de sus padres y del color de su piel, tienen asegurada atención médica de elevada y creciente calidad desde su nacimiento hasta el final de su vida; y la educación, desde el preescolar hasta graduarse como doctor en ciencias, sin pagar un solo centavo.

En los índices y las posibilidades mencionados, ningún país de América Latina se acerca ni remotamente a Cuba, y no hay en nuestra patria un solo niño mendigando por las calles o trabajando para vivir, sin poder ir a la escuela; ni tampoco drogas, que envenenan y destruyen a los adolescentes y jóvenes.

Eso no es tiranía, como lo califica el señor W. Es justicia, igualdad real entre los seres humanos, conocimiento y cultura generalizada, sin la cual no hay, ni puede haber ni habrá, verdadera independencia, libertad y democracia en ningún lugar de la Tierra.

¡Vergüenza debiera darle al señor W. mencionar sociedades donde reinan la corrupción, la desigualdad y la injusticia, destrozadas por el modelo neoliberal, como ejemplos de independencia, libertad y democracia!

Para el señor W., democracia es únicamente aquella donde el dinero lo resuelve todo, y donde los que pueden pagar en una cena 25 mil dólares por cubierto —un insulto para los miles de millones de personas que habitan el mundo pobre, hambriento y subdesarrollado— son los que van a resolver los problemas de la sociedad y el mundo, y los que deben decidir la suerte de una gran nación como Estados Unidos y del resto del planeta.

No sea tonto, señor W. Respete la inteligencia de las personas capaces de pensar. Lea algunas de las cien mil cartas que nuestros pioneros le enviaron. No insulte a Martí. No invoque en vano su sagrado nombre. Deje de buscar frases de ocasión para sus discursos. Respete y respétese a sí mismo.

El bloqueo criminal que nos promete endurecer multiplica el honor y la gloria de nuestro pueblo, contra el cual se estrellarán sus planes genocidas. Se lo aseguro.

Compatriotas: Frente a peligros y amenazas, ¡Viva hoy más que nunca la Revolución Socialista!

¡Patria o Muerte!

¡Venceremos!