Discurso pronunciado por el Presidente de la República de Cuba, Fidel Castro Ruz, en la ceremonia de inauguración de la Capilla del Hombre.  Quito, República del Ecuador, 29 de noviembre del 2002.

 

Honorable Señor Presidente;

Autoridades de Ecuador y de Quito;

Entrañables familiares;

Distinguidos invitados:

 

Recuerdo aquella vez muy al principio de la Revolución cubana, cuando, en medio de agitados días, un hombre de rostro indígena, tenaz e inquieto, ya conocido y admirado por muchos de nuestros intelectuales, quiso hacerme un retrato.

 

Por primera vez me vi sometido a la torturante tarea.  Tenía que estar de pie y quieto, tal como me indicaban.  No sabía si duraría una hora o un siglo.  Nunca vi a alguien moverse a tal velocidad, mezclar pinturas que venían en tubos de aluminio como pasta de dientes, revolver, añadir líquidos, mirar persistente con ojos de águila, dar brochazos a diestra y siniestra sobre un lienzo en lo que dura un relámpago, y volver sus ojos sobre el asombrado objeto viviente de su febril actividad, respirando fuerte como un atleta sobre la pista en una carrera de velocidad.

 

Al final, observaba lo que salía de todo aquello.  No era yo.  Era lo que él deseaba que fuera, tal como quería verme:  una mezcla de Quijote con rasgos de personajes famosos de las guerras independentistas de Bolívar.  Con el precedente de la fama que ya entonces gozaba el pintor, no me atrevía a pronunciar una palabra.  Quizás le dije finalmente que el cuadro “era excelente”.  Sentí vergüenza de mi ignorancia sobre las artes plásticas.  Estaba nada menos que en presencia de un gran maestro y una persona excepcional, que después conocería con creciente admiración y profundo afecto:  Oswaldo Guayasamín. Tendría él entonces alrededor de 42 años.

 

Tres veces pasé por la misma inolvidable experiencia a lo largo de más de 35 años, y la última vez, varias veces.  Seguía pintando de la misma forma, aun cuando ya su vista sufría serias y crueles limitaciones para un pintor como él, incansable e indetenible.  El último fue un retrato con rostro más o menos similar a los anteriores y unas manos largas y huesudas que resaltaban la imagen del caballero de la triste figura que él, casi al final de su vida, veía todavía en mí.

 

Guayasamín fue tal vez la persona más noble, transparente y humana que he conocido.  Creaba a la velocidad de la luz, y su dimensión como ser humano no tenía límites.

 

De las conversaciones con él aprendí mucho;  enriquecieron mi conciencia sobre el drama terrible de la conquista, la colonización, el genocidio y las injusticias cometidas contra los pueblos indígenas de este hemisferio:  un dolor lacerante que llevaba en lo más hondo de sus sentimientos.  Era muy conocedor de la historia de aquel drama.

 

Le pregunté un día que estábamos en su estudio de la residencia aquí en Quito cuántas vidas indígenas, a su juicio, habían costado la conquista y la colonización.  Me respondió de inmediato, sin la menor vacilación:  70 millones.  Su sed de justicia y reivindicación para los que sobrevivieron el holocausto fue la motivación fundamental de sus luchas.  Mas, para él era necesario luchar por la justicia no sólo para los indígenas, sino también para todos los pueblos del norte, centro y Suramérica, que fueron colonias iberoamericanas en este hemisferio, surgidos del crisol del martirio y de la mezcla de victimarios y víctimas, que, junto a los descendientes de africanos esclavizados y emigrantes de Europa y Asia, constituyen las sociedades latinoamericanas actuales, en las que la explotación despiadada, el saqueo y la imposición de un orden mundial insostenible, destructor y genocida, matan cada diez años, por la pobreza, el hambre y las enfermedades, a tantos como los 70 millones mencionados por Guayasamín que murieron durante siglos. No menciono las que fueron colonias inglesas porque en ellas no hubo crisol ni mezcla;  hubo exterminio.

 

Los datos de carácter social certificados por los organismos internacionales más autorizados, referidos a Latinoamérica, espantan.  Basta citar unos relacionados con el trabajo infantil y la explotación sexual de los niños.

 

Existen 20 millones de niños menores de quince años trabajando para sobrevivir; la mayoría son niñas.  Esto contribuye a la explotación sexual a que son sometidos muchas niñas y niños.  En un numeroso grupo de países casi la mitad de las niñas, generalmente muy pobres, que en sus propios hogares han sido víctimas de violaciones y abusos sexuales, comienzan la actividad sexual comercial entre los 9 y los 13 años de edad, y entre el 50 y el 80 por ciento de ellas usan drogas.  Cientos de miles de niños y niñas viven en las calles y muchos de ellos son también víctimas de explotación sexual.  Hay ciudades donde el 40 por ciento de las mujeres que trabajan en la prostitución son menores de 16 años.  Una minúscula muestra, entre decenas de referencias estadísticas sociales bochornosas, de lo que significa ser la región de peor distribución del ingreso a nivel mundial.

 

Nada de esto escapaba al pensamiento profundo, el calor y el sentido de la dignidad humana de Oswaldo Guayasamín.  A crear conciencia, denunciar, combatir y luchar por superarlas consagró su arte y su vida.

 

“Vengo pintando desde hace tres o cinco mil años, más o menos”, dijo un día con profundidad conmovedora.

 

“Mi pintura” ―confesaba― “es para herir, arañar y golpear en el corazón de la gente.  Para mostrar lo que el hombre hace en contra del Hombre.”

 

“Pintar es una forma de oración al mismo tiempo que de grito. [...] y la más alta consecuencia del amor y la soledad”, sentenció.

Guayasamín quiso legar a su etnia indígena y a su pueblo mestizo y multirracial una obra perdurable.

Hoy se inaugura la primera etapa de uno de sus sueños más queridos:  La Capilla del Hombre, representación majestuosa de la verdad, de la historia y del destino de nuestros pueblos desde la época precolombina hasta la época contemporánea, lo cual constituye un suceso extraordinario de resonancia universal.

 

El hijo del Ecuador, que nació en Quito hace 83 años de padre indio y madre mestiza, en casa pobre, el primero de diez hijos de una familia que vivía en la miseria en el barrio de La Tola, aprendió en la legendaria ciudad rodeada de montañas y volcanes a ser lo que fue:  un genio de las artes plásticas, un gladiador de la dignidad humana y un profeta del porvenir.  Puso su patrimonio a disposición del Ecuador, de América y del mundo.

 

¡Cuántos genios como él habrán perdido la cultura y la ciencia universales entre los cientos de millones de indios y mestizos que a lo largo de los dos últimos siglos nunca aprendieron a leer y escribir!

 

Tuve el gran privilegio de su amistad y tengo hoy el privilegio de este día en que, por el empeño de muchos, su más preciado sueño se convierte en algo tangible y real.  Puedo dar fe de su valentía, que provocó la ira del imperio, y de su compromiso social como hombre de vanguardia vinculado estrechamente a los humildes de la Tierra.

 

Como morir es seguir viaje, y en 1988 en este mismo ámbito entrañable, al hacer yo en breves palabras de saludo y en forma humorística una alusión a la muerte, de inmediato exclamó:  “Ya no morimos, ya no morimos”. Al inaugurarse la Capilla del Hombre, a la que dedicó sus últimas energías físicas antes de partir, es posible confirmar que lo que exclamó en un minuto de euforia y alegría fraternal era una verdad para el autor de aquella profética predicción.

 

Hoy podemos ver con toda claridad que él y su obra perdurarán en la conciencia y el corazón de las presentes y futuras generaciones.

 

¡Gracias, Oswaldo Guayasamín, hermano entrañable, por el legado que dejaste al mundo!

 

Muchas gracias.