rEFLEXIONES DEL COMANDANTE EN JEFE
LULA
(Primera
Parte)
De forma espontánea decidió
visitar Cuba por segunda vez como Presidente de Brasil, aunque
mi salud no le garantizara un encuentro conmigo.
Antes,
como él mismo dijo, visitaba la Isla casi todos los años.
Lo conocí en ocasión del primer aniversario
de la Revolución Sandinista en la casa de Sergio
Ramírez, entonces vicepresidente del país.
Digo de paso que este último de cierta forma me engañó. Cuando leí su libro Castigo Divino ―excelente
narración―, llegué a creer que era un caso real ocurrido en
Nicaragua, con todos los enredos legales que son habituales
en las antiguas colonias españolas;
él mismo me contó un día que era ficción pura.
También me encontré
allí con Frei Betto, hoy crítico aunque no enemigo de Lula, y
con el Padre Ernesto Cardenal, militante sandinista de izquierda
y actual adversario de Daniel.
Los dos escritores procedían de la Teología
de la Liberación, una corriente progresista en la que
siempre vimos un gran paso hacia la unidad
de los revolucionarios y los pobres, más allá de
su filosofía y sus creencias, ajustada
a las condiciones concretas de lucha en América Latina
y el Caribe.
Confieso, sin embargo,
que veía en el Padre Ernesto Cardenal, a diferencia de otros
en la dirección de Nicaragua, una estampa del sacrificio
y las privaciones cual monje medieval. Era un verdadero prototipo de pureza. Dejo a un lado otros que, menos
consecuentes, alguna vez fueron revolucionarios, incluso militantes
de extrema izquierda en Centroamérica y otras áreas, que después
se pasaron con armas y bagajes, por ansias
de bienestar y dinero, a las filas del imperio.
¿Qué tiene que ver
lo relatado con Lula?
Mucho. Nunca fue
un extremista de izquierda, ni ascendió a la condición
de revolucionario a partir de posiciones filosóficas, sino
de las de un obrero de origen muy humilde y fe
cristiana, que trabajó duramente creando plusvalía para otros.
En los obreros vio Carlos Marx a los sepultureros
del sistema capitalista: “Proletarios de todos los países,
uníos”, proclamó. Lo razona y demuestra con irrebatible lógica;
se complace y se burla demostrando cuán cínicas
eran las mentiras empleadas para acusar a los comunistas. Si las ideas de Marx
eran justas entonces, cuando todo parecía depender de la lucha
de clases y el desarrollo de las fuerzas productivas,
la ciencia y la técnica, que diera sustento
a la creación de bienes indispensables para satisfacer las necesidades
humanas, hay factores absolutamente nuevos que le dan la razón y a la vez
chocan contra sus nobles objetivos.
Nuevas necesidades
surgieron que pueden dar al traste con los objetivos de
una sociedad sin explotadores ni explotados. Entre
estas nuevas necesidades surge la de la supervivencia humana.
Del cambio de clima no había idea en los tiempos
de Marx. Engels y él conocían
sobradamente que un día el sol se apagaría al consumir toda su
energía. Pocos años después
del Manifiesto nacieron otros hombres que profundizarían
en el campo de la ciencia y los conocimientos
de las leyes químicas, físicas y biológicas que rigen
el Universo, desconocidas entonces. ¿En manos de quiénes
estarían esos conocimientos? Aunque
estos continuaran desarrollándose, e incluso superándose,
y de nuevo se nieguen y contradigan en parte
sus teorías, los nuevos conocimientos
no están en manos de los pueblos pobres, que
en la actualidad integran las tres cuartas partes
de la población mundial. Están
en manos de un grupo privilegiado de potencias capitalistas ricas
y desarrolladas, asociadas al imperio más poderoso que existió jamás,
construido sobre las bases de una economía globalizada, regida
por las propias leyes del capitalismo que Marx describió
y desmenuzó a fondo.
Hoy, que la humanidad
sufre todavía esas realidades en virtud de la propia dialéctica
de los acontecimientos, debemos hacer frente a esos peligros.
¿Cómo se comportó
el proceso de la revolución en Cuba? Sobre distintos
episodios de esa etapa se ha escrito bastante en nuestra
prensa durante las últimas semanas.
Se rinde tributo a distintas fechas históricas
en los días que corresponde a los aniversarios que cumplen
cifras redondas de cinco o diez años. Eso es justo,
pero debemos evitar que en la suma de tantos hechos
descritos por cada órgano o espacio, según sus criterios,
no seamos capaces de verlos en el contexto
del desarrollo histórico de nuestra Revolución, pese al esfuerzo
de los magníficos analistas de que disponemos.
Para mí, unidad significa
compartir el combate, los riesgos, los sacrificios,
los objetivos, ideas, conceptos y estrategias, a los que
se llega mediante debates y análisis. Unidad significa la lucha
común contra anexionistas, vendepatrias
y corruptos que no tienen nada que ver con un militante
revolucionario. A esa unidad
en torno a la idea de la independencia y contra
el imperio que avanzaba sobre los pueblos de América,
es a la que me referí siempre. Hace unos días volví a leerla cuando Granma la publicó en vísperas
de nuestras elecciones, y Juventud
Rebelde reprodujo un facsímil de
mi puño y letra sobre la idea.
La vieja consigna
prerrevolucionaria de unidad no tiene nada que ver con
el concepto, pues en nuestro país no existen hoy organizaciones
políticas buscando poder. Debemos evitar
que, en el enorme mar de criterios tácticos, se diluyan
las líneas estratégicas e imaginemos situaciones inexistentes.
En un país intervenido
por Estados Unidos, en medio de su lucha solitaria
por la independencia de la última colonia española junto a
la hermana Puerto Rico ―“de un pájaro las dos alas”―,
los sentimientos nacionales eran muy profundos.
Los productores reales
de azúcar, que eran los esclavos recién liberados
y los campesinos, muchos de ellos combatientes del Ejército
Libertador, convertidos en precaristas o carentes totalmente
de tierras, que eran lanzados a los cortes de caña
en grandes latifundios creados por compañías
de Estados Unidos o terratenientes cubanos que heredaban,
compraban o robaban tierra, eran materia prima propicia
para las ideas revolucionarias.
Julio Antonio Mella,
fundador del Partido Comunista junto a Baliño ―quien conoció a Martí
y con él creó el Partido que conduciría a la independencia de Cuba―, tomó
la bandera, sumó a ella el entusiasmo que emergía
de la Revolución de Octubre, y le entregó a esta causa
su propia sangre de joven intelectual conquistado
por las ideas revolucionarias.
La sangre comunista de Jesús Menéndez se sumó a la
de Mella 18 años después.
Los adolescentes
y jóvenes que estudiábamos en escuelas privadas ni siquiera
habíamos oído hablar de Mella. Nuestra procedencia de clase o grupo
social con mayores ingresos que el resto de la población
nos condenaba como seres humanos a ser la parte egoísta
y explotadora de la sociedad.
Tuve el privilegio
de llegar a la Revolución a través de las ideas,
escaparme del aburrido destino por el que me conducía
la vida. En otros momentos expliqué por qué. Ahora lo recuerdo sólo
en el contexto de lo que escribo.
El odio a Batista
por su represión y sus crímenes era tan grande, que
nadie reparó en las ideas que expresé en mi defensa ante
el Tribunal de Santiago de Cuba, donde incluso un libro
de Lenin impreso en la URSS ―que provino
de los créditos de que yo disfrutaba
en la librería del Partido Socialista Popular de Carlos
III en La Habana― encontraron en las pertenencias de los
combatientes. “Quien no lea
a Lenin es un ignorante”, les espeté en medio
del interrogatorio en las primeras sesiones del juicio
oral, cuando lo sacaron a relucir como elemento acusatorio. Todavía me juzgaban junto a
los demás prisioneros sobrevivientes.
No se comprendería
bien lo que afirmo si no se tiene en cuenta que
en el momento en que atacamos el Moncada,
el 26 de julio de 1953, acción que fue debida a los
esfuerzos organizativos de más de un año sin contar con nadie más que
con nosotros mismos, prevalecía en la URSS la política de Stalin,
quien murió repentinamente meses antes.
Era un militante honesto y consagrado, quien más tarde cometió
graves errores que lo llevaron a posiciones sumamente conservadoras
y cautelosas. Si una revolución como la nuestra hubiera tenido éxito
entonces, la URSS no habría hecho por Cuba lo que más tarde hizo la dirección
soviética liberada ya de aquellos métodos oscuros y tortuosos, entusiasmada con
la revolución socialista que estalló en nuestro país. Eso lo comprendí bien a pesar de las justas
críticas que por hechos sobradamente conocidos en su momento hice
a Jruschov.
La URSS poseía el ejército
más poderoso de todos los contendientes en la Segunda
Guerra Mundial, solo que estaba purgado y desmovilizado. Su jefe subestimó las amenazas y las teorías
belicistas de Hitler. Desde
la propia capital de Japón, un importante y prestigioso
agente de la Inteligencia soviética le había comunicado
la inminencia del ataque, el 22 de junio
de 1941. Este sorprendió al país,
que no estaba en alarma de combate.
Muchos oficiales estaban de pase.
Aun sin los jefes de unidades de más experiencia, que fueron
sustituidos, de haber sido alertados y desplegados, los nazis habrían chocado
con fuerzas poderosas desde el primer instante y no habrían destruido en tierra
la mayor parte de la aviación de combate.
Peor todavía que la purga fue la sorpresa. Los soldados soviéticos no se rendían cuando
les hablaban de tanques enemigos en la retaguardia, como hicieron los demás
ejércitos de la Europa capitalista.
En los momentos más críticos, con frío
por debajo de cero, los patriotas siberianos echaron
a andar los tornos de las fábricas de armamentos que
previsoramente Stalin había trasladado a las profundidades
del territorio soviético.
Según me contaron los propios
dirigentes de la URSS cuando visité ese gran país en abril de 1963, los combatientes revolucionarios rusos, curtidos en
la lucha contra la intervención extranjera en virtud de la cual
se enviaron tropas a combatir la revolución bolchevique, dejándola
posteriormente bloqueada y aislada, habían establecido relaciones e intercambiado
experiencias con los oficiales alemanes, de tradición
militarista prusiana, humillados por el Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra
Mundial.
Los servicios
de Inteligencia de las SS introdujeron la intriga contra
muchos que eran en su inmensa mayoría leales a la Revolución. Movido por una desconfianza que
se tornó enfermiza, Stalin purgó
a 3 de los 5 Mariscales,
13 de los 15 Comandantes de Ejército,
8 de los 9 Almirantes,
50 de los 57 Generales de Cuerpo de Ejército,
154 de los 186 Generales de División,
el ciento por ciento de los Comisarios
de Ejército y 25 de los 28 Comisarios
de los Cuerpos de Ejército de la Unión Soviética,
en los años que precedieron a la Gran Guerra Patria.
Aquellos graves errores
costaron a la URSS una enorme destrucción y más
de 20 millones de vidas;
algunos afirman que 27.
En 1943 se desató
con retraso la última ofensiva de primavera de los nazis
por el famoso y tentador saliente de Kursk,
con 900 mil soldados, 2,700 tanques
y 2,000 aviones.
Los soviéticos, conocedores de la psicología enemiga, esperaron en
aquella trampa el seguro ataque con un millón 200 mil
hombres, 3,300 tanques, 2,400 aviones y 20,000 piezas
de artillería. Dirigidos por Zhúkov y el propio Stalin, destrozaron
la última ofensiva de Hitler.
En 1945, los soldados
soviéticos avanzaron incontenibles hasta tomar la cúpula
de la Cancillería alemana en Berlín, donde izaron la bandera
roja teñida con la sangre de tantos caídos.
Observo un momento
la corbata roja de Lula y le pregunto: ¿esa te la regaló
Chávez? Se sonríe y responde: Ahora
le voy a enviar algunas camisas, ya que él se queja
de que el cuello de las suyas está muy duro,
y se las voy a buscar en Bahía
para regalárselas.
Me pidió que le diera
algunas de las fotos que tomé.
Cuando comentó que estaba
muy impresionado por mi salud, le respondí que
me dedicaba a pensar y a escribir. Nunca en mi vida había pensado
tanto. Le conté que, concluida
mi visita a Córdoba, Argentina, donde había asistido a
una reunión con numerosos líderes, entre ellos él, regresé,
y participé luego en dos actos por el Aniversario
del 26 de Julio. Estaba
revisando el libro de Ramonet.
Le había respondido todas sus preguntas. No había tomado muy a pecho
la cosa. Creía que era algo
muy rápido,
como las entrevistas de Frei Betto y Tomás
Borge. Luego me esclavicé con
el libro del escritor francés, ya a punto de publicarse
sin revisión mía con parte de las respuestas tomadas a vuelo. Por aquellos días casi
ni dormía.
Cuando enfermé gravemente
la noche del 26 y la madrugada
del 27 de julio, pensé que sería el final, y mientras
los médicos luchaban por mi vida, el jefe de despacho
del Consejo de Estado leía a exigencia mía el texto,
y yo dictaba los arreglos pertinentes.
Fidel Castro Ruz
Enero
22 de 2008