No todo está perdido todavía
Bajo el efecto de la conmoción ocasionada en el mundo por la triste y brutal noticia del atentado terrorista de que fue víctima el pueblo norteamericano el 11 de septiembre, acompañada de horribles imágenes de sufrimiento y dolor, mentes que se dejan arrastrar por sentimientos de odio y soberbia se han dado a la siniestra tarea de resucitar viejos métodos y doctrinas que están en la raíz misma del terrorismo y las gravísimas tensiones que se han creado hoy en el mundo.
En momentos en que lo único aconsejable es la búsqueda serena y valiente de soluciones definitivas al terrorismo y otras tragedias por consenso universal, se escuchan frases descarnadas, pronunciadas con ira y espíritu de venganza por dirigentes y políticos influyentes de Estados Unidos, no escuchadas desde los tiempos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.
Cualquier persona honesta tendría derecho a preguntarse si lo que se busca es realmente justicia, o utilizar la dolorosa e insólita tragedia para imponer métodos, prerrogativas y privilegios que conducirían a la tiranía del Estado más poderoso del mundo, sin límite ni restricción alguna, sobre todos los pueblos de la Tierra.
Se proclama abiertamente por algunos importantes funcionarios levantar toda restricción al derecho de asesinar a cualquier persona por parte de instituciones y funcionarios de Estados Unidos, incluida la utilización de criminales y delincuentes de la peor calaña para ello.
Tal prerrogativa fue utilizada por gobernantes de Estados Unidos para eliminar a líderes patrióticos como Patricio Lumumba en el año 1961, organizar golpes de estado y genocidios que han costado cientos de miles de vidas y millones de personas torturadas, desaparecidas o eliminadas de cualquier forma. Cuba ha denunciado cientos de planes de atentados contra sus dirigentes y no se ha cansado de reclamar castigo para los responsables y autores de incontables actos de terrorismo que han costado un elevado número de víctimas a nuestro pueblo. El propio Senado de Estados Unidos investigó y denunció varios de estos hechos contra Cuba en los que se emplearon artefactos variados que no excluían ninguna forma grosera y repugnante de matar. Toda una ciencia se desarrolló en torno a tales propósitos.
El mundo no ha dado su apoyo unánime, ni expresado sus más sinceras condolencias al noble pueblo norteamericano para que sobre estos sentimientos se elaboren doctrinas que sembrarían de caos y hechos sangrientos el planeta. Tan grave como el terrorismo, y una de sus formas más execrables, es que un Estado proclame el derecho de matar a discreción en cualquier rincón del mundo sin normas legales, juicios y ni siquiera pruebas. Tal política constituiría un hecho bárbaro e incivilizado, que echaría por tierra todas las normas y bases legales sobre las que pueda construirse la paz y la convivencia entre las naciones.
En medio del pánico y la confusión originados por la situación creada, los dirigentes políticos de los diferentes estados, a pesar de la extrema gravedad que significaría la introducción de estos procedimientos en la política internacional, salvo excepciones, no han pronunciado una sola palabra sobre el surgimiento de la tendencia fascista y terrorista que implican tales pronunciamientos.
Uno de los primeros frutos han sido cientos de actos de xenofobia y terror contra personas de nacionalidad y religión diferentes. El pueblo norteamericano no sería jamás partidario del método brutal de asesinar fríamente a otras personas, violar leyes, castigar sin pruebas y negar principios de elemental equidad y justicia para combatir el terrorismo, por repugnante e inescrupuloso que éste sea. Son métodos que conducirían el planeta a la ley de la selva; mancharían a Estados Unidos, destruirían su prestigio y alentarían los odios que hoy son causantes de tanto dolor y tristeza. ¡El pueblo norteamericano quiere justicia; no venganza!
Cuba expresó desde el primer instante que ningún problema del mundo actual podría resolverse por la fuerza; que frente al terrorismo hacía falta formar una conciencia y unión universal capaz de erradicar y poner fin a este y otros conflictos y tragedias que ponen en riesgo hasta la supervivencia de la especie.
Aunque los tambores de la guerra truenan con inusitada fuerza, que al parecer conducen inexorablemente a un sangriento desenlace, no todo está perdido todavía. Los ulemas de Afganistán, dirigentes religiosos de un pueblo tradicionalmente combativo y valiente, están reunidos para adoptar decisiones fundamentales. Han dicho que no se opondrán a la aplicación de la justicia y a los procedimientos pertinentes, si los acusados de los hechos que residan en su país son culpables. Han pedido simplemente pruebas, han pedido garantías de imparcialidad y equidad en el proceso, algo que la Organización de Naciones Unidas, con el pleno apoyo de la comunidad internacional, puede asegurar perfectamente.
Si tales pruebas existen, como afirman categóricamente los dirigentes del gobierno norteamericano, y no se les exige a los líderes religiosos pasar por encima de las más profundas convicciones de su fe, que como se sabe suelen defender hasta la muerte, se podría encontrar una alternativa a la guerra. Ellos no sacrificarían a su pueblo inútilmente si lo que solicitan, éticamente irrefutable, es tomado en cuenta. Se ahorrarían ríos de sangre. Podría ser este el primer gran paso para un mundo sin terrorismo ni crímenes impunes: una verdadera asociación mundial para la paz y la justicia. El pueblo norteamericano emergería con enorme prestigio y respeto. Cuba apoyaría sin vacilación una solución de este tipo. Pero no puede perderse un minuto, queda ya muy poco tiempo. Sin este elemental, sencillo y posible esfuerzo, la guerra sería injusta.
El Gobierno de la República de Cuba
La Habana, 19 de septiembre del 2001