Según el Departamento de Bomberos de California, nueve de los 15 incendios más destructivos en la historia del estado acontecieron en los últimos cinco años, y seis de los 20 más grandes han tenido lugar en 2020. En la foto, un bombero camina por un sendero con el fuego a ambos lados en Boulder Creek, California, en agosto de 2020. Foto: Reuters.

“Si no creen en el cambio climático, vengan a California”, dijo el gobernador estatal, Gavin Newsom, a finales de agosto, cuando cientos de incendios asolaban grandes áreas de ese estado, el vecino Oregón y Washington, en la costa oeste de Estados Unidos. Poco después diría que el debate sobre el cambio climático “ha terminado. Esto es una maldita emergencia climática”.

Más de dos millones de hectáreas de bosques arrasadas por el fuego, decenas de muertos, urbanizaciones carbonizadas por las llamas, más de 20 000 bomberos movilizados, miles de desplazados, pérdidas millonarias, ciudades cubiertas de humo y aire contaminado, millones de personas respirando el humo tóxico, cielos rojizos por más de 20 jornadas y días que fueron como noches en los estados de California, Oregón y Washington.

Se vivió en la ciudad de Sao Paulo hace poco más de un año, cuando la nube de humo de los fuegos en la Amazonia provocó que se hiciera de noche dos horas antes de lo habitual; se vivió recientemente en San Francisco y en Oakland, cuando las luces de edificios, autos y calles estaban encendidas a media mañana porque no bastaba la disminuida luz solar, bloqueada por la gruesa capa de humo y partículas proveniente de los incendios.

Oscuridad en San Francisco a las 10:55 a.m. del miércoles 9 de septiembre de 2020. Foto: The New York Times.

Como cada año, los incendios llegaron a California, pero esta vez más temprano y con mayor intensidad. Los incendios forestales han sido habituales tras el verano seco, con los fuertes vientos del otoño y tormentas eléctricas, entre otros factores, pero los expertos advierten que en los últimos años ha aumentado su frecuencia y agresividad, con temperaturas más altas y niveles más bajos de lluvia, y coinciden en que detrás de todo está el cambio climático, cuyos impactos están aconteciendo más rápido de lo esperado.

Uno solo de los megaincendios llegó a consumir más de 90 000 hectáreas en 24 horas. Otro incendio, declarado el 17 de agosto y considerado el mayor en la historia reciente de California, había consumido más de 190 000 hectáreas en la primera quincena de septiembre.

Se trata de un ciclo perverso en el que la acumulación de gases de invernadero en la atmósfera –por la quema de combustibles fósiles como el carbón y el petróleo– eleva las temperaturas y causa fenómenos como las sequías. Se “secan” los bosques y se hacen más proclives a incendiarse. Al quemarse (en la costa oeste de EE.UU., en Australia, en la Amazonia, en el Círculo Polar Ártico…) pasan de ser almacenes del dióxido de carbono que absorben de la atmósfera en condiciones normales a emisores netos del gas (con lo cual tributan a la ya alta concentración de CO2 atmosférico, principal generador del calentamiento global).

Según el Servicio de Vigilancia Atmosférica Copernicus de la Unión Europa, los incendios forestales en el oeste de EE.UU., cuya intensidad ha sido en 2020 cientos de veces más alta que el promedio entre 2003 y 2019, habían emitido a la atmósfera hasta el 14 de septiembre unos 79 millones de toneladas métricas de CO2 en California, casi 27 millones en Oregón y más de cinco millones en Washington.

En lo que va de 2020, las emisiones de CO2 de los incendios forestales en todo EE.UU. llegaron a 200 millones de toneladas métricas, 28% más que en todo 2019. Es un volumen irrisorio si se compara con los 4 800 millones de toneladas métricas que emitió ese país en 2019 provenientes del consumo de energía (el volumen global ese año fue de 33 100 millones de toneladas métricas, según la Agencia Internacional de Energía), pero su peso crece cuando se toma en cuenta el hecho de que árboles que absorbían el gas y lo almacenaban, ahora lo liberan a la atmósfera en una ecuación negativa.

Los científicos afirman que los incendios en la costa oeste estadounidense se han venido gestando por años. Una larga sequía que se extendió hasta 2017 provocó la muerte de más de 160 millones de árboles en los bosques de California durante la última década. El Servicio Forestal de EE.UU. informó que uno de los mayores y más rápidos incendios se propagó precisamente en un área con la más alta concentración de árboles muertos, al sur del Parque Nacional Yosemite.

Los fuegos forestales llegaron en medio de olas de calor que han afectado desde Arizona a Washington y causado apagones por sobrecarga en las redes eléctricas de California (en agosto, en el Parque Nacional Death Valley –Valle de la Muerte– se registró una temperatura de 54.4 °C, la más alta reportada desde que hay registros confiables).

La NASA informó que una pirocumulonimbo (gigantesca tormenta de nubes, rayos y vientos generada por los fuegos), quizá la mayor en la historia de EE.UU., bloqueó la visibilidad de sus satélites sobre una parte de California el 6 de septiembre. Las columnas de humo de los incendios viajaron por todo el país y llegaron a Canadá y hasta Europa, según imágenes satelitales y el Servicio de Monitoreo Copernicus. A la izquierda, la enorme nube fotografiada desde un avión; a la derecha, en una imagen de la NASA.

Calentamiento atmosférico, altas temperaturas en un verano sofocante, sequía adelantada y más larga e intensa, vientos fuertes y secos, bosques que pierden sus defensas naturales. En la prensa nacional e internacional, tanto testimonios de pobladores como análisis de expertos y reportajes periodísticos usaron palabras y frases como “apocalíptico”, “desgarrador”, “fin del mundo”, “invierno nuclear”, “un día convertido en espeluznante crepúsculo”, “paisaje casi marciano”…

En una muy breve visita a California a mediados de septiembre, el presidente Donald Trump recomendó esperar un poco porque el clima “comenzará a ponerse más fresco” y rechazó que la crisis se debiera a la emergencia climática, sino a una “mala gestión forestal”, ignorando cuestiones como la larga sequía, la ola de calor y otras claras señales climáticas.

Cuando en un encuentro con el gobernador Newsom y otros funcionarios de California (todos llevaban mascarillas, menos Trump), el presidente hizo ese comentario –“Esperen y verán, comenzará a ponerse más fresco”–, el secretario de la Agencia de Recursos Naturales del estado, Wade Crowfoot, dijo “ojalá la ciencia coincidiera con usted”, a lo que Trump respondió: “Realmente, no creo que la ciencia sepa (la causa)”.

Su Administración, en la orilla del “negacionismo”, ha esquivado cualquier política federal para luchar contra el cambio climático y ha revertido o debilitado las que estaban en curso. Repetidamente, el mandatario ha atacado el multilateralismo –clave en la lucha contra el calentamiento global– y descalificado las advertencias sobre la emergencia climática. Incluso, ha llegado a chocar con el estado de California para quitarle autonomía en materia de política medioambiental y límites de emisiones de gases contaminantes, buscando favorecer a la industria de automóviles.

Gracias a su gestión, Estados Unidos –indiscutiblemente, una presencia vital en un consenso global para afrontar el calentamiento–, saldrá definitivamente del Pacto de París en noviembre próximo, un día después de las elecciones. (Su rival demócrata, Joe Biden, ha prometido que reintegrará a EE.UU. a ese pacto si llega a la Presidencia).

Al anunciar el inicio del proceso de retiro del Acuerdo de París en una carta al secretario general de la ONU, la Administración Trump argumentó que lo hacía “debido a la carga económica injusta impuesta a los trabajadores, las empresas y los contribuyentes estadounidenses por las promesas hechas en virtud del acuerdo”. La Administración Obama se había adherido al pacto que busca frenar el calentamiento global con un compromiso de recortar entre 26% y 28% las emisiones de gases de efecto invernadero hacia 2030.

En el caso de Trump, no solo niega las realidades del cambio climático o ignora los cada vez más perentorios informes y advertencias del Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) y organismos internacionales, sino que pasa por encima de estudios, informes y avisos generados por expertos y agencias del propio Gobierno de Estados Unidos.

Un informe científico publicado en noviembre de 2018 por 13 agencias federales –comisionado por el Congreso durante la Administración Obama– advertía que si no se emprenden acciones significativas para frenar el calentamiento global, el daño resultante representará al menos 10% del PIB estadounidense para finales de siglo, más que duplicando las pérdidas de la Gran Recesión de hace una década.

El reporte, cuyas conclusiones chocaban frontalmente con la agenda de desregulación medioambiental para el crecimiento económico promovida por Trump, preveía olas de incendios récord en California, desastres en cosechas en el Medio Oeste de EE.UU. y daños en infraestructuras en el sur, disrupciones mayores en exportaciones y cadenas de suministros, una producción agrícola que caería al nivel de la década de 1980.

En términos financieros, los impactos climáticos hacia finales de siglo costarían 141 000 millones de dólares por muertes relacionadas con el calor, 118 000 millones por la elevación del nivel del mar y 32 000 millones por daños en infraestructura. Los expertos advertían en el informe que recientes eventos relacionados con el clima son señales de lo que está por venir, y que ninguna área de EE.UU. escapará a los efectos.

Entre las recomendaciones, incluían poner precio a las emisiones de gases de invernadero (impuestos o tasas por emisiones de CO2 a las compañías), regulaciones gubernamentales sobre límites de emisiones e inversión pública en investigación sobre energías limpias.

Un informe previo, en 2014, concluyó que los impactos tangibles del cambio climático han comenzado a causar daños en todo el país, incluidos una mayor escasez de agua en regiones secas y más severas olas de calor y de incendios incontrolados.

La respuesta de la Administración Trump (en una declaración la Casa Blanca señaló que las previsiones del informe de 2018 se basaban en el “escenario más extremo”) fue “mirar a otra parte”, la misma actitud del mandatario en su reciente y breve visita a California.

Barrio destruido por el fuego en Medford, Oregón. Foto: Reuters.

Barrio destruido por el fuego en Medford, Oregón. Foto: Reuters.

El pequeño pueblo de Berry Creek, California, quedó en ruinas el 9 de septiembre de 2020, tras el paso del incendio del oso (Bear Fire). Foto: The New York Times.

 

“Si el cambio climático era un concepto abstracto hace una década, en la actualidad es demasiado real para los californianos. Los intensos incendios forestales no solo están desplazando a miles de personas de sus hogares, sino que están provocando que químicos peligrosos se filtren en el agua potable. El calor excesivo y el aire asfixiante lleno de humo han amenazado la salud de personas que ya están batallando durante la pandemia.

“La amenaza de más incendios forestales ha hecho que las aseguradoras cancelen las pólizas de los propietarios de las viviendas y que los principales proveedores de servicios públicos del estado corten el suministro de electricidad para decenas de miles de personas con fines preventivos”. (The New York Times, 12 de septiembre, 2020)

Mientras ardían miles de hectáreas de bosques en la costa oeste del país, Daniel Swain, climatólogo del Instituto del Medioambiente y Sustentabilidad en la Universidad de California en Los Ángeles, relató a The New York Times haber hablado con una treintena de expertos en incendios y climatología y que “casi todos se han quedado sin palabras. Sin duda, no se ha vivido algo de esta magnitud en los últimos tiempos”.

Philip B. Duffy, climatólogo y presidente del Woodwell Climate Research Center, dijo al mismo diario que muchas personas no entienden la dinámica de un mundo en calentamiento. “La gente siempre pregunta: ‘¿Esta es la nueva normalidad?’. Yo siempre contesto que no. Va a empeorar”.

Del Ártico y la Antártida a la Amazonía, puntos de inflexión y reacciones en cadena

Evidencias de la pérdida de hielo en un periodo de nueve días en el extremo de la Península Antártica, apreciadas en imágenes de satélite de la NASA tomadas el 4 (izquierda) y el 13 (derecha) de febrero de 2020. La flecha roja señala agua proveniente del derretimiento. Fotos: NASA.

En febrero de 2020, imágenes de satélite de la NASA mostraron los efectos de una temporada de deshielo prolongada en Eagle Island, en el extremo norte de la Península Antártica.

La imagen de la izquierda fue tomada el 4 de febrero y la de la derecha nueve días después, el 13, evidenciando la pérdida de capa de hielo. Dos días después de tomada la primera foto, el 6 de febrero, el extremo norte de la Península Antártica registró su temperatura más alta reportada: 18.3°C.

“La temporada cálida causó un extendido deshielo de glaciares. Una calidez tan persistente no era típica en la Antártida antes del siglo XXI, pero se ha vuelto más común en años recientes”, señaló la NASA.

La Antártida se extiende por 14 millones de km2 (aproximadamente el doble del tamaño de Australia). Su temperatura media anual oscila entre los -10°C en la costa antártica y -6°C en las partes más elevadas del interior. Su inmensa capa de hielo tiene hasta 4.8 km de espesor y contiene el 90% del agua dulce del mundo, suficiente para elevar el nivel del mar unos 60 metros si se derritiera.

Al informar sobre el registro récord de temperatura en el extremo norte de la Península Antártica, la Organización Meteorológica Mundial recordó que “en los últimos 50 años, la Península Antártica (el extremo noroeste cerca de Sudamérica) es una de las regiones de la Tierra que se está calentando más rápido, con un aumento de casi 3°C en ese periodo, provocando que la cantidad de hielo derretida se multiplicara por seis entre 1979 y 2017”.

Además, advirtió que durante el pasado medio siglo, cerca del 87% de los glaciares de la costa oeste de la Península Antártica han retrocedido, la mayoría de ellos mediante un proceso acelerado en los últimos 12 años. Según imágenes satelitales, las dos grietas del glaciar Isla Pine (una de las principales arterias de hielo de la Antártida Occidental), vistas por primera vez a principios de 2019, crecieron rápidamente en solo días de febrero pasado hasta alcanzar aproximadamente una extensión de 20 km de longitud.

Este año, un estudio publicado en la revista Nature vaticinó que el derretimiento en la capa de hielo antártica causará una elevación de unos 2.5 metros en el nivel del mar hacia finales de siglo, que podría ser irreversible, incluso si se cumplen las metas del Acuerdo de París (mantener entre 1.5 y 2°C el alza de la temperatura media global respecto a la era preindustrial).

“Mientras más aprendemos de la Antártida, más funestas se hacen las predicciones (…) La capa de hielo antártica ha existido en su forma actual por unos 34 millones de años, pero su forma futura se decidirá en el tiempo de nuestras vidas. Seremos famosos en el futuro como la gente que inundó la ciudad de Nueva York”, dijo a The Guardian Anders Levermann, uno de los autores del estudio, del Potsdam Institute for Climate Impact Research.

Imágenes tomadas con un dron a mediados de 2019 muestran la ruptura y derretimiento del hielo ártico. Foto: Greenpeace.

 

Como la Antártida, el Ártico tiene un papel importante en el control de las pautas climáticas y oceánicas del planeta y en el aumento del nivel del mar.

Si a nivel planetario la temperatura media aumentó 1°C con respecto a los niveles previos a la Revolución Industrial (alrededor del 60% de ese aumento ha sido a partir de 1975), en el Ártico se ha elevado 2°C en comparación con los niveles preindustriales, y hasta en 4°C en algunos puntos de la región, donde el deshielo natural que comienza con la temperaturas menos frías a partir de la primavera está siendo amplificado por el calentamiento global antropogénico.

En una tendencia clara y que se acelera, el hielo marino se derrite cada vez más temprano y la congelación comienza cada vez más tarde en el otoño. Al romperse la capa de hielo y quedar espacios vacíos, se reduce la natural reflexión de los rayos solares (el hielo refleja alrededor del 70% de la luz que recibe) y el océano oscuro absorbe más luz solar, se “calienta” y, a la vez, las aguas expuestas por la ausencia de capa helada liberan más calor a la atmósfera, favoreciendo más deshielo.

Se refuerza el ciclo de deshielo que afecta la capa de hielo marino y que influirá –según las tendencias y previsiones– en ecosistemas, patrones de circulación oceánica (que influyen en el clima global) y el nivel del mar.

En el Océano Ártico, el hielo marino alcanzó su extensión mínima (3.74 millones de km2) el 15 de septiembre, según esta imagen satelital de la NASA. Luego de la captada en 2012, fue la segunda más baja extensión apreciada desde que comenzaron los registros a finales de la década de 1970. Foto: NASA.

En el Océano Ártico, el hielo marino alcanzó su extensión mínima (3.74 millones de km2) el 15 de septiembre, según esta imagen satelital de la NASA. Luego de la captada en 2012, fue la segunda más baja extensión apreciada desde que comenzaron los registros a finales de la década de 1970. Foto: NASA.

Desde el inicio de los registros satelitales en 1979, el hielo ártico del verano ha perdido 40% de su extensión y hasta 70% de su volumen. Con la tendencia en el Ártico están retrocediendo las fronteras del hielo y se está fragmentando uno de los reguladores climáticos más importantes del planeta.

Un experto de la University of North Carolina Wilmington (UNCW), que ha liderado expediciones científicas al Ártico, dijo a The Guardian en 2019 que espera veranos libres de hielo en unos 20 a 40 años, “lo cual permitiría a los barcos de cruceros navegar todo el camino hasta el Polo Norte”.

Un estudio dirigido desde la Universidad Estatal de Ohio analizó datos satelitales mensuales de más de 200 grandes glaciares que desembocan en el océano alrededor de Groenlandia. En las décadas de 1980 y 1990, la nieve ganada por la acumulación y el hielo derretido o desprendido de los glaciares estaban mayormente en equilibrio, manteniendo intacta la capa de hielo. Los glaciares perdían unas 450 gigatoneladas (450 000 millones de toneladas) cada año, pero el hielo era reemplazado por nevadas.

Desde el 2000, la pérdida aumentó a 500 gigatoneladas anuales y las nevadas no aumentaron, con lo cual creció la tasa de pérdida de hielo.

“Antes del 2000, la capa de hielo tendría aproximadamente la misma probabilidad de ganar o perder masa cada año. En el clima actual, ganará masa en solo uno de cada 100 años”, dijo Michalea King, autora principal del estudio e investigadora del Centro de Investigación Polar y Climática Byrd, de la Universidad de Ohio.

“Los glaciares se han reducido lo suficiente como para que muchos de ellos estén en aguas más profundas, y hay más hielo en contacto con el agua. El agua cálida del océano derrite el hielo de los glaciares y también dificulta que vuelvan a crecer a sus posiciones anteriores (…) La capa de hielo está en un estado constante de pérdida”.

Aun si se implementaran las acciones requeridas para frenar el cambio climático, la pérdida de hielo en los glaciares de Groenlandia (el agua proveniente del derretimiento va al océano) seguiría la tendencia negativa actual, advierte el estudio. En 2019 se derritió suficiente hielo para que el nivel del agua del mar a nivel global aumentara 2.2 mm en solo dos meses.

En la región ártica está también lo que los científicos han catalogado como “gigante que despierta”, el permafrost, capa de suelo congelada bajo la capa de hielo donde se han almacenado importantes volúmenes de gases de invernadero como CO2 y metano, unas 30 veces más potente que el CO2. En la medida en que se deshiele y quede expuesto el permafrost, emitirá a la atmósfera esos gases y contribuirá al calentamiento que, a su vez, generará mayor deshielo.

Es uno de los escenarios, agravados por las reacciones en cadena, que han hecho a los científicos alertar sobre varios“tipping points” o “puntos críticos o de inflexión” que podrían alcanzarse con un alza de entre 1°C y 2°C respecto a los niveles preindustriales (1880): cambios en ecosistemas vitales para el equilibrio climático global que serían irreversibles y desatarían repercusiones que escaparían al control humano, en la forma de secuencias de eventos con efecto dominó que impactarían en otros sistemas naturales, generarían desequilibrio climático y natural y harían difícil la vida en el planeta.

Según varios expertos, esos puntos de no retorno ya están activos y muestran evidencias de cambio –en muchos casos acelerado– en la dirección equivocada.

Los “puntos de inflexión” sobre los que han alertado los científicos son la reducción del hielo marino ártico; el derretimiento del permafrost; la ralentización del sistema de circulación de corrientes del Atlántico (desde los años cincuenta); las sequías más frecuentes en la selva amazónica (ha perdido casi 20% de área desde 1970); la mortandad de los corales de aguas cálidas; la pérdida acelerada de hielo en zonas de la Antártida; la reducción de la capa de hielo de Groenlandia (se acelera la pérdida de masa de los glaciares) y el deterioro del bosque boreal (más fuegos y plagas).

Incendio en la Amazonia brasileña, al sur de Novo Progresso, estado de Pará, en agosto de 2020. Según datos de satélite, en septiembre de 2020 se registraron 28 892 incendios en el total de la Amazonia, que abarca nueve países. Foto: Getty.

La Amazonia es uno de los ecosistemas vitales para el equilibrio climático donde el punto de inflexión o no retorno está cerca, según expertos, cuyas previsiones varían desde pocos años a tres décadas o medio siglo. En mayor o menor tiempo, si siguen las tendencias actuales de deforestación, degradación e incendios por quemas, el vasto bosque tropical podría dejar de generar lluvias suficientes para mantenerse a sí mismo e iniciar un deterioro irreversible que lo convertiría en una sabana tropical.

Poco más de un año después del desastre ambiental por los grandes incendios en la selva, que en agosto de 2019 causaron dolor e indignación global, en la selva amazónica se registraron 6 803 incendios en julio de 2020, 28% más respecto a los 5 318 de julio de 2019, según datos del Instituto Nacional de Investigación Espacial (INPE, por sus siglas en portugués).

De acuerdo con un estudio publicado este año en la revista Nature Communications, con bases en análisis estadísticos, grandes y complejos ecosistemas son inicialmente más resilientes que los menos complejos. Sin embargo, una vez alcanzado su punto de inflexión colapsan relativamente más rápido debido a que las fallas se repiten en toda su estructura modular.

Así, un ecosistema de la escala de la Amazonia (unos 5.5 millones de km2), podría colapsar en unos 50 años luego de alcanzar su punto de inflexión. Otros, como los arrecifes coralinos del Caribe (20 000 km2), colapsarían en unos 15 años.

“Debemos prepararnos para que cambios en el régimen de cualquier sistema natural (y los sistemas ecológicos y sociales que sustenta) ocurran en la escala de tiempo humana de años o décadas, más que en una escala de siglos o milenios”, advierten los autores del estudio.

El INPE también reportó una deforestación récord de 3 069 km2 en la Amazonia brasileña (Brasil ocupa alrededor del 60% de la cuenca amazónica) en el primer semestre de 2020.

Agosto y septiembre son los meses de mayor intensidad en la temporada de incendios. En la primera quincena de agosto, los satélites detectaron 19 000 incendios en la Amazonia brasileña, un ritmo similar al de agosto de 2019.

Según Greenpeace, con base en datos del INPE, entre el 16 de julio y el 15 de agosto “se registraron 20 473 focos de calor, indicadores de la actividad incendiaria (en igual periodo de 2019 se registraron 22 250). Solo en las dos primeras semanas de agosto hubo más de 15 000 incendios”, semanas después de que el Gobierno anunciara una moratoria de 120 días prohibiendo las quemas y a tres meses de que enviara al ejército para prevenirlos, una señal de que esa medida no funciona pues antes el propio Ejecutivo ha debilitado las estructuras institucionales dedicadas a defender y conservar la selva.

En septiembre, los satélites captaron 32 017 puntos calientes, un aumento de 61% respecto a septiembre de 2019. El INPE, además, registró un aumento de 13% de los fuegos en la región durante los primeros nueve meses de 2020 en comparación con el periodo enero-septiembre del pasado año.

La selva tropical, a diferencia de otros ecosistemas boscosos, no se incendia naturalmente debido a sus altos niveles de humedad, pero sí por las quemas ilegales de quienes especulan con las tierras (un terreno sin árboles vale más en el mercado), extraen madera o limpian el bosque (talan y posteriormente queman) para ganadería, agricultura, minería y otras actividades –en muchos casos ilegales– que se extienden cada vez más a tierras indígenas y unidades de conservación destinadas a la protección del ecosistema.

De acuerdo con el INPE, en 2019 los incendios tuvieron un pico en agosto y declinaron en el mes siguiente; este año el pico ha sido más sostenido. La Amazonia sigue ardiendo, y los incendios no solo están ardiendo en áreas deforestadas para su explotación, sino que afectan crecientemente partes del bosque virgen, una tendencia que sugiere que la selva tropical se está volviendo más seca y susceptible al fuego.

Las quemas ilegales empeoran la situación de la temporada seca, más severa este año que en 2019. Expertos y grupos ambientalistas señalan al Gobierno de Jair Bolsonaro, que ha promovido la explotación de la Amazonia y ha retirado competencias y presupuesto a las agencias dedicadas a protegerla.

La emergencia climática ha llevado también sequía al Pantanal de Brasil, el mayor humedal del mundo, que se extiende principalmente por el estado brasileño de Mato Grosso del Sur y en menor medida por el de Mato Grosso y partes de Bolivia y Paraguay. Según el INPE, a mediados de septiembre las llamas habían alcanzado 2.3 millones de hectáreas del Pantanal, el 15% de su área total, de 340 500 km².

Entre octubre de 2019 y marzo pasado, el volumen de lluvia fue 40% menor que en temporadas anteriores en el Pantanal. Según los científicos, una de las explicaciones podría ser la deforestación y los incendios en la selva amazónica, que hacen que decaiga la corriente de humedad originada en la selva y llevada por el aire a otras regiones de Sudamérica, los llamados “ríos voladores”. También el Pantanal es afectado por acciones humanas como la quema de pasto y los incendios para retirar árboles.

Bolsonaro –quien declaró semanas atrás que “es una mentira esa historia de que la Amazonia está en llamas”– ha rechazado las críticas internacionales y cualquier plan multilateral para la conservación de la Amazonia, y ha afirmado que el desarrollo que promueve sacará a la región de la pobreza y llevará el progreso.

Sin embargo, una Amazonia en estrés ecológico por la quema y la deforestación, camino a convertirse en sabana, no generaría progreso sino problemas cada más complejos, principalmente ambientales, que repercutirían negativamente en lo económico y lo social, sin contar que habría perdido su capacidad para ser un vital regulador del clima mundial.

Según la FAO, el 80% de la pérdida de árboles en Brasil está directa o indirectamente relacionada con la ganadería. El país es líder mundial en exportaciones de carne de res y el 40% del ganado crece en los estados amazónicos, aunque expertos señalan que esto podría hacerse en otras regiones sin afectar la Amazonia.

Amazonía

El bosque primario contiene árboles de cientos y hasta miles de años, que actúan como enormes almacenes de CO2. Una parte del CO2 absorbido durante la fotosíntesis es liberada a la atmósfera, pero el resto se transforma en carbono que los árboles emplean en su metabolismo. Mientras más antiguo y grande, más carbono guarda un árbol. Según expertos, un árbol de unos tres metros de diámetro puede contener entre tres y cuatro toneladas de carbono, equivalente a 10 o 12 toneladas de CO2, aproximadamente las emisiones de un auto durante unos cuatro años de explotación.

Uno de los efectos directos de la deforestación es que libera el CO2 acumulado en el bosque. Los fuegos, la descomposición o la tala transforman otra vez en gas el carbono contenido en los árboles.

Por ello, científicos estiman que la selva amazónica podría ir dejando de ser un almacén de carbono y convertirse en un importante emisor de CO2, amplificando los efectos del cambio climático. De hecho, un estudio reciente señaló que el 20% de la Amazonia ya estaría emitiendo más CO2 del que absorbe.

Si el río Amazonas, el más caudaloso del mundo, aporta 17 000 millones de toneladas de agua al océano cada día, en ese lapso el bosque amazónico libera a la atmósfera una humedad equivalente a 20 000 millones de toneladas de agua, que no solo cae en la propia región sino que viaja miles de kilómetros y aporta lluvia a amplias zonas de Sudamérica.

Paralelamente, en la vasta foresta amazónica los árboles emiten sustancias volátiles que actúan como precursores para la condensación y contribuyen a convertir el vapor en lluvia. Esos “ríos voladores” están en peligro.

Antonio Nobre, destacado investigador brasileño, uno de los expertos más reconocidos en temas de la Amazonia, aclara que el problema va más allá de la deforestación e incluye la degradación del bosque: no toda la vegetación se ha perdido, pero están afectadas las funciones vitales del ecosistema, ha cambiado su microclima, no puede generar su propia lluvia, el suelo está más seco y empobrecido y el bosque es menos eficiente. Se propagan más rápido los incendios. La degradación es, además, un factor que dispara la liberación del CO2 almacenado en los árboles.

Un estudio de la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG), un consorcio de organizaciones de la sociedad civil de los nueve países amazónicos, señala que en siete de esas nueve naciones la degradación es la principal fuente de las emisiones de CO2, y que el 47% de las emisiones de la Amazonia son resultado de la degradación.

Fuego en la Amazonia. Así se limpia luego de talar, pero la tala también deprime las defensas de la selva, hace que pierda humedad por el retroceso de su frontera, y se quema el bosque virgen. Foto: Reuters.

“Alrededor del 20% de la Amazonia ya ha sido deforestada y el 40% dañada. Está al límite, y el motor climático ya está empezando a fallar. Cada cinco años hay períodos de sequía severa en la Amazonía, seguidos de precipitaciones extremas. A veces descubrimos incendios en la selva virgen que no fueron iniciados por humanos. Esto es una señal de que el sistema se está descontrolando cada vez más rápido”, advertía Nobre en una entrevista a DW en agosto de 2019.

Nobre explica que “si tomamos en cuenta la deforestación y la degradación, más del 50% de la Amazonia no ofrece ya un servicio medioambiental al clima de Sudamérica”.

Si ambos fenómenos siguen avanzando al ritmo actual, la Amazonia podría dejar de funcionar como un ecosistema tropical y acercarse a su “punto de inflexión o no retorno”, cambiar completa e irreversiblemente. Ello sucederá cuando la deforestación alcance el 20-25% del bosque, lo cual –tomando en cuenta que ya alcanza casi el 20% y haciendo un estimado acorde con las tasas actuales de tala y pérdida de árboles– podría comenzar a suceder en unos 20 años, estima el experto.

Entonces, según Nobre, la temperatura se elevaría entre 1.5 y 3°C en las zonas convertidas en sabanas secas (sin tomar en cuenta el aumento propio del cambio climático), la estación de sequía se alargaría y serían menores el volumen de precipitaciones y la disponibilidad de agua para la selva, la cría de animales y las cosechas; aumentarían las enfermedades trasmitidas por mosquitos (que buscarían otras fuentes de sustento y se acercarían a los asentamientos urbanos) y a la vez sería mayor el número de casos de enfermedades respiratorias y cardiovasculares por el alza de las temperaturas.

(Según la Red Brasileña de Investigación sobre Cambio Climático Global-Rede Clima, las temperaturas en la Amazonia pudieran incrementarse en 8°C hacia 2070 si se toman en cuenta tanto los efectos de la deforestación como los del calentamiento global).

Para Nobre, hay un camino que puede evitar ese futuro: una política de cero deforestación, paralelamente a un programa de reforestación en las zonas más afectadas. “Si podemos restaurar unos 70 000 km2 de bosque en el sur, sudeste y este de la Amazonia, el bosque podría funcionar mejor y sería más resiliente”.

Una investigación realizada por especialistas de unas 100 instituciones científicas, publicada en marzo pasado en la revista Nature, advierte que la cantidad de CO2 absorbida por los bosques vírgenes tropicales a nivel planetario ha decaído en las tres últimas décadas y es hoy un tercio menos de lo que fue en los noventa, debido a los efectos de las temperaturas más altas, las sequías, la deforestación y la degradación.

“Es muy probable que esa tendencia continúe, pues los bosques están bajo la creciente amenaza del cambio climático y la explotación”, dijo a The Guardian Simon Lewis, de la Leeds University, uno de los principales coautores del estudio.

Lewis alertó que, de persistir la tendencia, la selva tropical “podría convertirse en una fuente emisora de carbono hacia 2060”.

“Hemos sido afortunados hasta ahora, pues los bosques están absorbiendo grandes cantidades de la contaminación que generamos, pero no pueden seguir haciéndolo indefinidamente”, añadió.

La investigación reafirma que es improbable que sea suficiente depender de los bosques para absorber o compensar las emisiones de gases de efecto invernadero a gran escala. “Se habla mucho de la compensación, pero la realidad es que cada país y cada sector económico necesitan alcanzar emisiones cero, y a la vez remover de la atmósfera los volúmenes de CO2 acumulados durante décadas. El uso de los bosques que un medio de compensación de emisiones es una herramienta de marketing  que emplean las compañías para seguir con el business as usual”, afirmó Lewis.

Según el estudio (que siguió la evolución de 300 000 árboles a lo largo de 30 años y combinó datos de dos grandes redes de investigación y observación de las selvas en África y la Amazonia), la absorción o secuestro de CO2 de la atmósfera por los bosques tropicales alcanzó un pico de 46 000 toneladas en la década de los noventa (el 17% de las emisiones de CO2 generadas por la actividad humana. Sin embargo, en la última década, ese volumen bajó a 25 000 toneladas, el 6% de las emisiones globales.

La capacidad de las grandes selvas tropicales del planeta como eficientes sumideros para las emisiones antropogénicas de CO2 está siendo está siendo severamente afectada: por las tasas de deforestación y degradación del bosque, provocadas tanto por la acción del hombre (talas, quemas…) como por el cambio climático (sequías, alza de temperaturas), que es también generado por la acción humana.

Para Lewis, ha comenzado “uno de los más preocupantes impactos del cambio climático ha comenzado, décadas antes de los que predecían incluso los más pesimistas modelos climáticos (…) Si continúa, la crisis climática será cada vez más severa en sus impactos, la humanidad tendrá que recortar más rápidamente las emisiones procedentes de sus actividades para contrarrestar el deterioro de los sumideros de CO2”.

Casi coincidiendo con las previsiones de Nobre y otros destacados especialistas, el estudio de más de 100 instituciones científicas se basa en observaciones y modelos estadísticos para vaticinar que el bosque amazónico se convertiría en una fuente de carbono a mediados de la década de 2030.

“Por años, los científicos han estado alertando sobre los puntos de inflexión de los ecosistemas terrestres, pero han sido ignorados por los decisores políticos. El hecho de que los bosques estén perdiendo su capacidad de absorber polución es alarmante. ¿Cuántas llamadas de atención más se necesitan?”, dijo Lewis.

Cinco organismos tropicales coincideron en el Atlántico en septiembre de 2020. Foto: NASA.

Cinco organismos tropicales coincideron en el Atlántico en septiembre de 2020. Foto: NASA.

En septiembre pasado se registraron al mismo tiempo cinco ciclones tropicales en el Atlántico. No sucedía desde 1971. Ese mismo mes se agotó la lista de 21 nombres prevista para nombrar los ciclones de la temporada, que comenzaron a ser distinguidos por el alfabeto griego. Había sucedido antes solo en 2005.

Los meteorólogos aclaran que no hay una sola respuesta al fenómeno e inciden muchos factores, incluidos la influencia de La Niña, la corriente en el Pacífico, y el aumento de las temperaturas en el océano. Pero reconocen que –como mismo sucede con los incendios forestales, que siempre existieron pero se hacen más destructivos por las sequías más recurrentes y el alza de las temperaturas– el calentamiento global incidirá en el número de huracanes y tormentas tropicales.

Una crisis mayor, sistemática, global

“Si quiere echar un ojo al futuro infernal de la existencia humana en la Tierra, mire a Australia”, decía meses atrás un artículo de prensa sobre los incendios que asolaron a ese país entre septiembre de 2019 e inicios de 2020, desperdigando su nube de humo por todo el planeta, dejando decenas de muertos, devastando grandes extensiones de bosques y acabando con la vida de unos 3 000 millones de animales.

A raíz de la temporada de incendios devastadora, el gobernador californiano afirmaba en agosto que también se podría ver ese “futuro infernal” yendo a California. “Si no creen en el cambio climático, vengan a California”.

Los incendios en los bosques árticos, australianos, amazónicos y californianos y en otros puntos del planeta son manifestaciones de la crisis o emergencia climática que en las dos últimas décadas, cada vez más visible y con impactos mayores, avanza ante nuestros ojos sin que la comunidad internacional alcance el consenso imprescindible y emprenda una acción decidida, sólida y articulada para frenar sus efectos y evitar que en un futuro cada vez más cercano el mundo sea completamente diferente a como lo conocemos y vivimos hoy.

Transcurre una década calificada de “crítica” para evitar que la temperatura media global supere el alza de 1.5 a 2°C respecto a los niveles preindustriales (y cada vez es más claro que la cota de 1.5°C casi no sería suficiente) y frenar un cambio en los patrones climáticos que sería desastroso para la humanidad.

Los cambios actuales ocurren con solo una elevación de 1°C respecto a los niveles preindustriales; si se mantienen las tendencias y los volúmenes de emisiones de hoy, los científicos advierten que vamos camino a un aumento de hasta 3 a 4°C.

Los escenarios se hacen, entonces, más “apocalípticos”. Y ese es un calificativo utilizado por un científico australiano, quien, no obstante, agregaba que “no son inevitables”.

El científico participó el pasado año en la modelación de uno de esos escenarios, con base en los datos disponibles, las tendencias y estudios previos, realizada por el Centro Nacional de Restauración del Clima Breakthrough, de Melbourne.

En resumen, ese modelo mostraba que si la temperatura aumenta 3°C la vida del planeta hacia 2050 incluiría más de 1 000 millones de desplazados, unos 20 días de calor letal cada año en 35% del área terrestre, donde habitaría el 55% de la población mundial (en zonas más calientes serán 100 días por año); la escasez crónica de agua y alimentos (con la consiguiente escalada de precios) y el colapso de ecosistemas claves para el equilibrio climático global como el Ártico, la selva amazónica y los sistemas de arrecifes de coral, sin que se excluya la posibilidad de “caos”.

No hay forma de que la deforestación de la mayor y más importante selva tropical del mundo sea el camino al progreso (ni siquiera al progreso según la visión de Bolsonaro). Contrariamente a lo que piensan Trump y otros "negacionistas", la carga económica sobre contribuyentes, empresas y Estados que supondrán las políticas y acciones para frenar el cambio climático no será mayor que el costo de los impactos de ese proceso en cada faceta de las sociedades y las vidas de miles de millones de personas.

Porque no se trata solo de la desaparición de ecosistemas icónicos en el imaginario humano y claves para el equilibrio climático y natural del planeta; de la pérdida de más de un millón de especies (muchas aún desconocidas o no estudiadas), con el consiguiente empobrecimiento genético y de la biodiversidad; de que haya cada vez más incendios forestales, olas de calor, sequías, ciclones, inundaciones, epidemias y pandemias, y de que sean cada vez menos controlables…

Esa es la terrible cara de los impactos del cambio climático en el mundo natural, el mundo, y es solo la que algunos ven y piensan que ahí termina todo: una naturaleza en crisis, un paisaje diferente, algo más caliente y menos diverso.

La otra cara –la que pocos ven y otros ignoran porque miran solo el beneficio inmediato del business as usual o porque piensan que no les tocará y creen en una especie de apartheid climático– es la del impacto de esos impactos en la humanidad y en su futuro en un planeta sobrecalentado y presionado demográficamente: crisis agrícola y alimentaria, crisis en las comunicaciones y el transporte, crisis sanitarias (desde nuevas y más agresivas epidemias hasta enfermedades emergentes y males crónicos por la calidad del aire o las altas temperaturas), crisis humana y de seguridad por el desplazamiento de cientos de millones de personas desde áreas inundadas o afectadas por desastres naturales o por los conflictos en torno a los recursos naturales, crisis en cadenas de suministros y en el comercio, inestabilidad social, escasez de agua, crisis de gobernabilidad y movilidad, Estados en tensión y superados por el cúmulo de crisis.

Un mundo en que lo globalizado sean la desarticulación y la crisis. Es un planeta cada vez más probable. Aún es evitable, pero hace muchos años los científicos alertan que se acaba el tiempo.

La crisis por la pandemia de COVID-19 ha sido una señal de cuán grandes pueden ser los impactos en todos los niveles (global, nacional, local, comunitario, familiar, personal) y sectores y retos de las sociedades (de lo político a lo económico, la producción, el transporte, la sanidad, el entramado social, los viajes y el empleo, la educación, las instituciones, la solución de conflictos, la inclusión, la pobreza, la desigualdad…).

La rueda cuya inercia hay que romper para iniciar la acción necesaria (política, diplomática, multilateral, pero también de poderosos y renuentes intereses económicos, de mercado y de negocios, como en el caso de la Amazonia), la urgencia, el peligro, los sacrificios, las pérdidas y la disrupción que implica el cambio climático serán a una escala infinitamente mayor, todavía hoy no claramente visible.

En sus consecuencias, la pandemia revela las desigualdades, pero, aunque son más golpeados los más vulnerables, la COVID-19 muestra irrebatiblemente que el impacto llega a todos: países desarrollados y no, residentes en barrios marginales y aldeas olvidadas o en modernas urbanizaciones; ejecutivos y migrantes que trabajan en negro… La disrupción y la incertidumbre llegan a todos, y a todos los niveles. Será mucho más con la crisis climática y ambiental.

Tanto la pandemia como el cambio climático en curso y sus efectos demuestran que la vida de los humanos como seres individuales, sociedades y civilización depende de la salud del planeta y de una relación orgánica y respetuosa con el mundo natural, que es el soporte y la garantía de la vida. Y no hay planeta B.

El debate ya no es hoy sobre la ciencia del cambio climático ni su origen en la actividad humana –es una realidad más que demostrada–, sino sobre plazos, soluciones, estrategias. El debate es sobre cuotas de acción y responsabilidades, entre Gobiernos y al interior de sociedades; sobre consensos, compromisos de emisiones, políticas para gravar los combustibles fósiles y estimular las energías limpias, inclusión de nociones y regulaciones medioambientales en mercados e inversiones. Incluso, sobre nuevas nociones de soberanía en torno a ecosistemas que pudieran considerarse “patrimonio global” por su importancia cardinal en el escenario de la conservación, el equilibrio climático de la Tierra y la mitigación de la crisis climática.

Si el debate científico ya alcanzó el consenso sobre un hecho comprobado –y navega hoy sobre especificidades, nuevos hallazgos y evidencias, tendencias y posibles escenarios de impacto–, el político –que debe plasmar los objetivos del Acuerdo de París, e incluso actualizarlos, ponerlos sin demora y sistemáticamente en práctica– lleva al menos dos décadas de retraso.

Son imposibles el desarrollo sostenible, sociedades saludables y un futuro de paz, prosperidad y bienestar en un mundo en crisis climática y deteriorado medioambientalmente. La noción del progreso (incluso la estricta y matemáticamente economicista) y su posibilidad se estrellan contra el muro de la realidad.