Cada avance tecnológico suscita un sueño utópico y una pesadilla distópica. La invención de Internet hacia 1990 generó expectativas entusiastas. Su propio comienzo fue utópico. Su creador, Tim Berners-Lee, se negó a registrar las patentes que lo hubieran hecho multimillonario, para ponerlas a disposición de la humanidad.
Un dispositivo al principio apropiado por el complejo militar industrial como red subterránea invulnerable al ataque atómico, devino instrumento aparentemente a disposición de todos para el libre intercambio de mensajes y conocimientos. Si en la era que vivimos el bien más preciado es la información, un canal que prometiera multiplicarla y comunicarla de manera prácticamente gratuita y universal parecía puerta abierta hacia Utopía.
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Esta perspectiva optimista fue prontamente clausurada. Así como todos los bienes a disposición de la humanidad –tierra, aguas, minerales, organismos biológicos- no tardaron en ser acaparados, internet no demoró en caer bajo el poder y los planes de los operadores. La red concebida para transmitir mensajes no tardó en encontrar quien quisiera hacerse dueño de éstos y a través de ellos de sus emisores.
En la actualidad, cerca del 70% del PIB global es producido por el sector terciario (finanzas, investigación, educación, publicidad, informática, entretenimiento) que, a su vez, se maneja mediante la Red. Desde el siglo pasado, Estados Unidos desarrolló el sistema de espionaje Echelon para decodificar ofertas en las licitaciones y hacer que las ganaran las empresas estadounidenses. La información, como la plusvalía, es expropiada de la sociedad que la crea, y tiende a concentrarse en un número cada vez menor de manos. Dominar la Red es dominar la economía.
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Todo control sobre la economía deviene control social. Internet y las redes acumulan membresías que superan con mucho a las ciudadanías de muchos de los Estados soberanos. A principios de 2021, usan internet 4.660 millones de personas: el 59,5% de la población mundial. Emplean teléfonos celulares 5.200 millones, el 66,6% de los habitantes del planeta.
Están atrapadas en las redes sociales 4 200 millones de personas: el 53,6% de los terrícolas. En estas redes, solo Facebook junta 2 740 millones de seres; YouTube, 2 291; WhatsApp, 2 000. Los usuarios de Internet invierten en ella en promedio seis horas y 54 minutos diarios: la duración usual de una jornada de trabajo. Estas desmesuradas clientelas son mercados inconmensurables que incesantemente aportan a sus operadores datos invalorables y reciben a cambio publicidad y propaganda.
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Imaginemos que un servicio postal por el mero hecho de transmitir correspondencia se atribuyera el derecho de abrir todas las cartas que transmite y de utilizar su contenido libremente. Tal servicio no tardaría en ser denunciado como inadmisible instrumento de tiranía y en perder la totalidad de sus usuarios. Tal es el caso de Internet.
Desde los primeros tiempos, primero los gobiernos, y luego los operadores de la Red se atribuyeron abusivamente ambos privilegios. Hoy en día, el usuario puede tener la casi seguridad de que todos sus mensajes son abiertos, escrutados y utilizados para sus propios fines por las organizaciones que los transmiten y sus cómplices.
Programas de análisis de contenido detectan la presencia de ciertas palabras o construcciones claves y alertan a mecanismos de vigilancia que aplican estrechos controles sobre los emisores del mensaje. En un avance del cerco, los canales instalan en los computadores de los usuarios cookies, programas espías que informan detalladamente sobre el contenido de los ordenadores y de los mensajes que emiten.
Estos mecanismos acercan a todos los usuarios de Internet a un mundo de control total, frente al cual parece un juego de niños la televisión de dos vías imaginada por George Orwell, que no solo transmitía imágenes al espectador, sino que además vigilaba todos los actos de este.
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El espionaje emplea todo tipo de dispositivo capaz de registrar información. Edward Snowden decidió desertar de los servicios de inteligencia estadounidenses cuando advirtió que estos espiaban los teléfonos, y que el número de dispositivos de espionaje dedicados a vigilar ciudadanos estadounidenses era mayor que el de los aplicados contra el resto del mundo.
Ya es casi imposible abrir una página web sin que esta nos informe que usa cookies para servirnos mejor –en realidad, para espiarnos mejor– y que el mero hecho de utilizar la página equivale al consentimiento para alojar un espía en el aparato del cual depende nuestra comunicación con el mundo. Algunas, de manera inocente, nos piden de entrada la clave de nuestro correo electrónico, que es como solicitarnos a la vez la llave de la casa, del auto y de la caja fuerte. Pero nuestros llamados servidores ya las tienen: en realidad somos sus sirvientes.
Las páginas web y las redes sociales se atribuyen explícita o implícitamente el derecho de utilizar para sus propios fines todos los contenidos que los usuarios hagan circular en ellas. Es como si un servicio postal se atribuyera la propiedad de cuantos mensajes y objetos le fueran confiados. Fácil es comprender lo que esto significa en un mundo donde el bien económico fundamental es la información. Apropiarse de la información es apropiarse del mundo.
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El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, reza el mil veces citado aforismo de Lord Acton. Dotados del inconmensurable poder que les confieren las prácticas citadas, los operadores de las redes no tardan en volverse legisladores, ejecutores y en última instancia, censores de sus usuarios. Así, instauran códigos arbitrarios y vetos contra determinadas organizaciones, personas o comunicaciones.
Imaginemos una vez más que en los tradicionales servicios postales los operadores se atribuyeran el derecho de abrir y leer cada mensaje para bloquearlo en el caso de que no fuera compatible con sus propios criterios.
Tal conducta abusiva solo se permitía en casos excepcionales de investigaciones autorizadas por un órgano judicial o de medidas restrictivas de información estratégica durante una guerra. Los operadores de las redes se atribuyen el derecho de hacerlo por iniciativa propia, sobre cualquier contenido y en todo momento.
Así, hemos visto borrados del ciberespacio mensajes de particulares, de organizaciones, e incluso del Presidente de Estados Unidos y del Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida para defender su derecho a decirlo, afirmaba Voltaire. No estoy de acuerdo con lo que usted dice, por lo tanto usted no existe, sentencia el operador de internet. En un mundo informatizado, la exclusión de internet es el nuevo ostracismo; pero un destierro que no excluye de un solo país, sino del mundo.
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Las redes informáticas y sus operadores, como los capitalistas, transfieren así el control de un hecho económico al de un hecho político. Legislan, deciden sobre la aplicación de sus leyes y ejecutan por sí mismas las decisiones en un caso insólito de acumulación de poderes. Todo estaría perdido, decía Montesquieu, si en un solo hombre o una sola asamblea se reunieran el poder de dar las leyes, interpretarlas y ejecutarlas.
Las redes eligen gobiernos mediante el análisis de los Big Data, que permite enviar mensajes con fake news personalizadas según los anhelos, los temores, las fobias de cada sector de la audiencia. Las redes pretenden derrocar gobiernos mediante campañas de odio que no admiten respuesta. Las redes convierten en mártires a todos los que las usan para su verdadero propósito, que es divulgar información.
El exiliado perpetuo Edward Snowden, el perpetuo prisionero Julian Assange son evidencias y advertencias de ello. En el naciente mundo de las redes, esta insólita concentración de poderes es un hecho consumado, que deberán corregir futuras revoluciones.
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Todo control social deviene control político. Tendríamos reparos en formar parte de un país, de un club, de un partido, en el cual no tuviéramos voto para elegir a los dirigentes y orientar sus políticas. Pero somos súbditos de redes sociales y antisociales dirigidas por anónimos, sobre cuyas decisiones y operaciones no tenemos noticias ni derecho al reclamo, y que pretenden ejercer derechos totales sobre nuestros datos y nuestras creaciones. Por la cantidad de sus vasallos, exceden la de muchos de los Estados nacionales; por su alcance global, eluden la territorialidad que nos coloca bajo las policías y los tribunales de estos.
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Sobre las redes e Internet se ha instaurado un absolutismo infinitamente más irresponsable y perpetuo que el de las antiguas monarquías de derecho divino. Ha llegado el momento de que un nuevo Rousseau proclame la subversiva doctrina de que la Soberanía de las Redes reside siempre en el usuario; de que este no puede cederla, transferirla ni convertirse voluntariamente en esclavo de sus operadores porque la locura no confiere derechos. De que un nuevo profeta verifique que la información tiende a concentrarse en un número cada vez menor de manos; que ha llegado el momento de que los desinformados expropien a los desinformadores y se declare la propiedad social sobre la comunicación. Desinformados del mundo, uníos: no tenéis nada que perder, salvo vuestra incomunicación.
(Tomado del blog de Luis Britto García)