Gerardo Guillén apenas dice de él. Da la impresión que destierra del habla a la primera persona. El doctor prefiere el plural, el “nosotros”, porque los resultados científicos dependen de un equipo, de varios especialistas y no de individualidades.
El Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), donde trabaja hace 35 años, funciona como una gran máquina humana, no se detiene un segundo, Guillén tampoco. Camina apurado, como si no le alcanzara el tiempo. Se sabe al dedillo los laberínticos pasillos de este centro y, mientras los desanda, parece que todo alrededor se mueve y difumina. No es hipérbole cuando digo que podría caminarlos con los ojos cerrados.
“Aquí todos van muy rápido, a un ritmo acelerado”, nos dice la comunicadora de la institución cuando ve que Ismael y yo caminamos lento, a nuestro paso, que no es el paso de aquí. Tomamos el elevador hasta el piso 7. Allí nos espera el doctor Guillén, uno de los creadores del candidato vacunal cubano contra la COVID-19, Abdala, y de tantísimos proyectos que prestigian la biotecnología de esta Isla en todo el mundo.
A Guillén las manos no le han envejecido, tiene 58 años, y con solo 23 comenzó a trabajar en el CIGB. Era un sábado de septiembre de 1986. Hacía dos meses, el primero de julio, se había inaugurado el centro, y él estaba recién graduado de Química en la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
“La inauguración del CIGB coincidió con el año de mi graduación. Compañeros del centro estuvieron por diferentes ciudades de la URSS donde habíamos estudiantes cubanos. Nos entrevistaron para ver la posibilidad de trabajar en el CIGB. Yo me estaba especializando en Química Orgánica y tenía avanzado el doctorado también, no solo la tesis de grado.
“Nunca pensé en un perfil biológico, pero quedamos en que cuando llegara a Cuba visitaría este lugar. Me acuerdo que la primera vez que vine fue un sábado –en aquel momento era jornada no laborable–, y ese día salí de aquí a las 11 de la noche y ya era trabajador del CIGB”, dice y ríe.
Alguien pudiera imaginar, acudiendo a los estereotipos, que los científicos son viejos y barbudos, que hablan rápido y de ininteligible manera. Guillén es lo contrario. Conversa pausadamente, es fácil tomarle notas y entenderlo. Por alguna extraña razón, a sus 58 años, el doctor no ha perdido la juventud y la timidez en la sonrisa. No está viejo, aun cuando diga que “para los jóvenes, las personas con diez años mayor que uno ya son viejas”.
“Cuando empezamos aquí la inmensa mayoría éramos jóvenes. En aquel momento el centro todavía se estaba organizando, un solo piso del edificio estaba funcionando, e incluso yo tuve que trabajar al inicio intensamente en la parte constructiva. Había mucho trabajo por hacer para poner el centro en funcionamiento y éramos muy pocos trabajadores comparado con lo que es hoy”.
–Doctor, volvamos a aquel primer día…
“Te hablaba de aquel sábado. Fue un día intenso. El centro era impresionante, el nivel de los laboratorios, la dedicación de los compañeros. Y aunque no era el perfil con el que yo me había graduado, comprendí inmediatamente que la biotecnología es una ciencia transversal, integrada por múltiples especialidades. Para quien le gusta la investigación como proyecto de vida era muy motivante trabajar en una institución como esta.
“Quienes trabajamos aquí desde el inicio somos cubanos, producto del sistema de educación de la Revolución. Y ese es el cimiento para que en los años 80 y 90 se creara la biotecnología en Cuba, cuando apenas se hacía en seis países. Naciones como Singapur y Malasia, por ejemplo, invirtieron 6 000 y 13 000 millones de dólares en crear la biotecnología, y no tuvieron el éxito que ha tenido Cuba ni han podido obtener un solo producto innovador, precisamente por no contar con los recursos humanos. Y eso es lo más valioso que tienen estos centros en nuestro país”.
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Guillén es el director de investigaciones biomédicas del CIGB hace 23 años. Está sentado en una mesa ovalada de unas diez sillas en un salón que le dice “el aulita”, cuyas paredes están cubiertas por cortinas y fotos del Che Guevara. Me lo imagino en ese lugar, de pie, lidereando un equipo, discutiendo, aportando… Pienso que quizás aquí habló de la meningitis meningocócica o –como lo hace ahora– de la proteína P64K, aportadora de la vacuna contra el cáncer, que se produce en el Centro de Inmunología Molecular.
“El aulita” se me antoja un lugar simbólico y, mientras me invento aquella escena, el doctor sentencia: “El principio y la motivación de trabajo es que nadie te exija más de lo que te exijas tú mismo. Sin eso no se puede trabajar en la ciencia”.
–¿Cuáles fueron los primeros proyectos en los que participó?
–Uno contra la meningitis meningocócica, otro fue mi tesis de doctorado en 1995, la proteína P64K. A la vez, trabajábamos en los laboratorios de química en la síntesis de genes, que es una de las herramientas fundamentales en la biología molecular. Y después comenzamos el proyecto de vacuna contra el dengue.
–¿Cómo logra hacer varias investigaciones a la vez? ¿Cuál es el secreto?
–Los primeros años del CIGB prácticamente vivíamos aquí. Trabajábamos hasta medianoche u horas de la madrugada, y después abríamos los catres en los pasillos y laboratorios para dormir. Al otro día, temprano en la mañana estábamos de pie nuevamente.
–Dicen que Fidel venía mucho…
–Prácticamente a diario. Él vivía orgulloso de esta obra. Cuanto visitante extranjero viniera a Cuba, Fidel venía con ellos al centro. Nos llamaban de pronto que el Comandante había llegado o sencillamente te virabas y lo veías parado atrás de ti en el laboratorio. Era muy estimulante. Recuerdo que en el peor momento de crisis económica en Cuba durante el Periodo Especial, una decisión de Fidel fue apoyar la biotecnología, incluso, se hicieron nuevos centros. Eso es único. En un país en crisis lo primero que se cortan son los fondos de educación, de salud pública, todo lo que no es productivo de inmediato. Y aquí se hizo lo contrario.
“Desde la investigación inicial hasta la producción se hace en los propios centros, o sea, el ciclo cerrado, y eso fue una de las ideas fundacionales de Fidel que han sido la clave del éxito. De lo contrario hubiera sido imposible”.
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Como en los años iniciales, el horario del doctor Gerardo Guillén no ha variado. Vive en uno de los edificios contruidos para los científicos justo frente al CIGB. Llega al laboratorio a las siete de la mañana y regresa a la casa sobre la medianoche. Así fue aquel día.
“Era viernes por la noche, 22 de enero de este año, y obtuvimos los resultados de evaluación de los sueros de los voluntarios del estudio clínico fase I de Abdala. Parte del rigor de estos estudios es el trabajo a doble ciego. O sea, en el laboratorio no sabemos quiénes están en el grupo control que no se inmunizan con el antígeno vacunal ni quiénes son los vacunados.
“Cuando obtuvimos el resultado de todas aquellas muestras no sabíamos los códigos, pero había personas que no tenían ninguna respuesta, y esos, sin dudas, tenían que estar en el grupo control; por tanto, la vacuna estaba funcionando en humanos. Muchos estábamos aquí en el laboratorio y empezamos a interactuar con los otros investigadores vía WhatsApp. Ha sido uno de los grandes momentos”.
–Y cuando se conoció el 92,28% de eficacia de Abdala…
“¡Tú te imaginas! Fue algo que disfrutamos no solo nosotros, sino toda Cuba. A mí me citaron ese día al Consejo de Estado a las cuatro de la tarde. Era una reunión habitual que hay para el seguimiento a la COVID-19. Y cuando llegué allá fue cuando me dijeron el resultado. Ni yo mismo me esperaba una eficacia tan alta, sabía que la vacuna iba a ser eficaz, pero no imaginábamos el número. Una de las características de la investigación es que quizás los dirigentes y la población confían más en nosotros que nosotros mismos. El método científico está en poner en duda siempre los resultados, buscar debilidades, limitaciones.
“Citamos a algunos de los investigadores de Abdala al teatro del CIGB. Todos sabían que había una noticia, pero no conocían los números. Y fue en la presentación al presidente donde se dijo. Aquel fue un momento de explosión. Y para un científico eso compensa toda la dedicación y también los fracasos”.
Guillén recuerda que uno de los éxitos del CIGB fue la vacuna contra la hepatitis B: “Ese fue el gran impacto en salud. En aquel momento una dosis costaba 100 dólares y había que aplicar tres. Creo que fue cuando las guaguas comenzaron a salir no solo a las 11, sino también a las 9 de la noche –ríe–. Momentos felices hay muchos, como cuando se obtienen productos, que se logran llevar a la clínica, cuando se registra un producto o se obtienen proyectos innovadores como el Heberprot-P para las úlceras de alto grado, un producto exclusivo porque no existe otro en el mundo para esa indicación”.
–El CIGB ha aportado al protocolo de enfrentamiento a la COVID-19, y no solo con candidatos vacunales…
“El objetivo principal desde la creación del CIGB fue tener impacto en la sociedad. Y ahora con la COVID-19 se ha visto nuevamente la integración entre los diferentes centros científicos. Nunca habían habido tantas vacunas para una sola enfermedad: un total de 18 en el mundo. Ha sido una revolución en la ciencia y nosotros hemos sido parte de eso.
“No es exageración: miles de millones de dólares se han invertido en los principales proyectos de las empresas transnacionales. Es un dinero que nosotros no tenemos ni para sueño, sin embargo, no han tenido los resultados que ha tenido el CIGB”.
“El centro ha impactado en todas las etapas de la lucha contra la COVID-19: la protección a nivel poblacional con las vacunas, la protección en grupos de riesgo con el nasalferón (un producto innovador desarrollado en medio de la pandemia); el tratamiento temprano a todos los pacientes positivos con los interferones, y a los pacientes de riesgo, los graves y críticos con el Jusvinza, otro producto innovador que es el caballo de batalla en el protocolo contra la enfermedad, tanto, que comenzó a evaluarse en un grupo de pacientes graves y críticos y ninguno de ellos falleció.
“Todo ello ha permitido acortar el tiempo de permanencia hospitalaria, disminuir el número de secuelas, de pacientes que pasan a la gravedad. Cuba tiene de las cifras más bajas en el mundo. Y ese aporte al protocolo ha sido de conjunto con el sistema de salud que tiene la Isla, sin el cual estos productos no harían nada. Por eso digo que lo principal es la integración y la fortaleza del país. Aquí no se ha parado, ni sábados ni domingos”.
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El Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología tiene ventanas de cristal por todos sus laterales. “No se abren, pero tienen buena vista”, nos dice el doctor Guillén mientras camina con celeridad por los vericuetos del centro y añade que “los investigadores siguen trabajando en proyectos ‘que no suenan’, pero son igual de importantes”.
Llegamos hasta un laboratorio en el que hay dos muchachas en bata moviéndose todo el tiempo de un lado a otro. El científico señala que de aquí salen los resultados finales de Abdala y que “de este laboratorio casi no salgo”.
–¿Cómo dedicarle tiempo a la familia entonces?
“Tener una familia detrás que te apoya es lo que permite que uno se dedique al trabajo como lo hace. El nacimiento de mis hijos es el momento más importante de mi vida. Me encantan los niños. Cuando yo llegaba a las 11 de la noche o más tarde, a esa hora ellos se despertaban. Se acostumbraron a esperarme. Esa era la hora de poder disfrutarlos enormemente. Me dormía con ellos.
“También tenemos un WhatsApp familiar –ríe–, y durante todo el día intercambiamos por esa vía. Estamos al tanto unos de otros”.
Guillén habla de nuevos retos, de no vivir de lo ya hecho, sino de seguir aportando, de construir.
“La gente se siente orgullosa. Los choferes nos han dicho que ponen la identidad de Abdala en los carros porque dicen que así no les ponen multas. Las publicaciones y los títulos no son lo más importante, sino el aprecio de la sociedad y sentir que hemos contribuido”, sentencia y uno vuelve a comprobar que el doctor Gerardo Guillén siempre habla en plural.