Cuando Noemí cayó de bruces frente a la pantalla en negro fue como un corrientazo de terror. A esa ahora uno se pone a repasar cuántas veces ha visto a sus hijos enajenarse, desenfrenadamente, frente a sus celulares durante horas y horas sin preocuparse por el mundo. Y lo peor, de tan común la escena parece normal.
No es casual que el excelente guionista Amílcar Salatti incluyera su historia entre los tantos conflictos de los estudiantes de la serie Calendario, que se ha echado en un bolsillo a los televidentes cubanos en pocas semanas, con sus agudas miradas al universo de la adolescencia en estos tiempos.
Noemí está, pero no está en el aula. En medio del bullicio de sus compañeros, se pierde en el laberinto de su mundo virtual, supera niveles, escala sueños. No le alcanzan los días, se esconde en las madrugadas, sucumbe a la frustración… Rompe en pedazos su vital y costoso móvil cuando se enfrenta a la derrota. Es más fuerte que ella; la seduce y la domina.
Pero Noemí es solo un nombre, una representación de la realidad que viven hoy no solo jóvenes cubanos, sino del universo todo.
Lo asumen psicólogos y otros especialistas. El impacto de las tecnologías es tan necesario e inevitable como aplastante. Alfredo Oliva (Sevilla, 1958), doctor en Psicología especializado en la adolescencia, es pionero en España en la investigación del uso y riesgos de las nuevas tecnologías y ha advertido que las redes sociales tienen una cara positiva, pero también riesgos. Para ello, se vale de algunos estudios en grupos de jóvenes, donde ha constatado que algunos son más proclives a engancharse con las redes sociales, los videojuegos e, incluso, las drogas, lo cual está determinado, en parte, por su grado de autocontrol y disciplina. Pero, sin dudas, otros múltiples factores penden sobre el asunto.
Alumnos de la ESBU Ramón Leocadio Bonachea, en el municipio espirituano, aportan condimentos al ajiaco de opiniones que se mueven sobre el tema, tan llevado y traído como la sexualidad u otros asuntos inherentes a estas edades.
Pero los fenómenos no pueden describirse en blanco y negro, sino en la variedad de sus matices. Elizabeth, por ejemplo, asegura que usar el móvil constituye una razón de tranquilidad. “Para mí es de gran importancia, te sientes protegida en caso de emergencia familiar, te ofrece seguridad, estás comunicada si ocurre un accidente u otra situación urgente. También para la visualización de aplicaciones tales como WhatsApp, Facebook, YouTube; para revisar la Wikipedia y realizar tareas escolares, puedo buscar información. Es para mí de gran importancia”. Pero en el diálogo deja escapar acotación sugerente: “¡Ah!, sí suelo pasar mucho tiempo con él”.
Unos metros más allá, entusiasmada, María Carla revela: “En mi opinión personal el celular es muy necesario, es entretenido, lo uso mucho porque tengo videojuegos, hablo con mis amigos por video a diario, me alegra cuando estoy aburrida, oigo mucha música, me tiro fotos…”.
En los criterios de Melissa se aprecia cierto balance: “A mí me gusta mucho el móvil porque a través de él puedo buscar información útil para mis estudios. Pero no solo por eso, también para la diversión, puedo utilizar muchos juegos que disfruto y me entretienen. Igual puedo ver videos y comunicarme a través de las opciones de mensajería con las personas que quiero”.
Como ellas, otros adolescentes, díganse Lía, Yanela, Luis Alberto o David, delatan su romance casi empedernido con el móvil, pero a ninguno de ellos se les ocurriría asociarlo con el concepto de adicción tecnológica, aunque a su lado Lila confiese que todos usan el celular “bastanteeeeeeee”.
Otros factores que atentan a favor de la “movildependencia” son las escasas opciones recreativas que encuentran los jóvenes y adolescentes en su entorno cotidiano, así como las propuestas poco atractivas que les brindan la televisión y otros medios.
Con tales factores predisponentes, en este terreno —como en tantos otros— los límites entre el hábito y la dependencia suelen ser demasiado sutiles, hasta el punto de resultar imperceptibles para muchos actores sociales, piezas imprescindibles en este tablero de ajedrez, díganse, por ejemplo, educadores y padres.
Ni los ogros ni los malos de la película pueden ser los maestros, cuando el Reglamento Escolar permite que los estudiantes lleven móviles al aula, claro, con sanos propósitos de complemento educativo que raramente se concreta. Pero, por ninguna razón, pueden hacerse de la vista gorda; ha de constituir un deber ético seguir más de cerca el uso que en verdad se les da, pues se sabe que, incluso, llegan a ser un vehículo para la discriminación y el bullying escolar, sin desdeñar otras amenazas como la promoción de videos pornográficos o de corte violento.
Mención aparte para los padres, quienes —tal vez inmersos en la vorágine de las premuras y necesidades cotidianas, quizás por ingenuidad— se desentienden o ignoran cuánto impacta en sus hijos esa relación no pocas veces enfermiza con la tecnología.
Hay que estar alertas. En cada uno de nuestros hijos puede haber una Noemí. Cerrar los ojos no ayuda; tampoco acudir a imposiciones ni extremismos. La tecnología pasa fácilmente de aliada a enemiga sin previo aviso. No hay que esperar por la profe Amalia; en el calendario de la adicción cada minuto cuenta y mañana podría ser demasiado tarde.
(Tomado de Escambray)