Pies de Eusebio

Murió un hijo, un extraordinario hijo de Dios y de la Patria. Con ella y con Él, con el corazón a flor de labios, vivió leal Eusebio; en el vórtice de la obra, en el huracán de la Revolución. Murió sobre el camino, andando, un predicador, un sacerdote, un pastor, un alfarero, un hermano, un amigo.

Labró sobre las piedras de su Galilea habanera, sobre el alma de sus más humildes vecinos y en nuestros corazones, su propia resurrección.

No recuerdo cuándo nos conocimos, ni cuándo comenzó nuestra amistad, con mi familia y con el Centro Martin Luther King. Algunas iniciativas compartimos desde nuestro Centro con la Oficina del Historiador de la Ciudad (OHC).

Seguí al maestro ambulante y su convite a andar La Habana, hace muchos años, cuando él estaba convencido de que la obra que iba a emprender tenía que colocar, en el lugar de la desidia y la irresponsabilidad, el amor y el cuidado de todos por la ciudad.

Por su corazón y su voz se movía el Espíritu Santo; por eso fue una bendición para nuestra nación. Con la homilía que cada hora de la Patria exigía y demandaba. Con el don de su verbo que nos conmovía hizo aún más vívido en nosotros el misterio de la presencia de José Martí, “un misterio – como él mismo expresara- que hace que para los creyentes y para los no creyentes, la palabra Cuba, la palabra Patria, la palabra Justicia, la palabra Revolución, tengan, inevitablemente, un compromiso místico que llega al extremo de que el pueblo sencillo, allá en la base, recostado a las paredes de tantas urgencias, de tantas miserias, de tantas necesidades a que nos obliga la obra contumaz de un adversario incansable, repita como última palabra extrema: el que tenga fe se salvará”.

Humilde consagrado con su gris atuendo al verbo encarnado en la acción, Eusebio es el último de los profetas de la Revolución. Desde la intensidad del buen amor, fue fiel amigo de Fidel y nos enseñó a amarlo sin “guataconería”. Por ello encaró problemas y urgencias con fidelidad, militancia y libertad.

En las comunicaciones escritas y en nuestros saludos, me acostumbré a llamarlo “hermano”, por fe y causa común, y “(P)adre”, por aquella doble condición que le atribuía, la de papá y la de cura. Nunca de alguien ajeno, en su presencia, sentí tanto afecto, como el de un amoroso padre; ni tanta devoción diacónica, como la de un pastor.

A mi padre apenas lo veo leer. A sus 85 años, en nuestro hogar, el único libro que no abandona es la Biblia. Ayer lo vi tomar el libro Con el corazón abierto, que se convirtiera en el testamento de mi madre -pastora bautista- gracias a una larga entrevista que le realizara Isabel Rauber. Fue publicado apenas un año antes de su muerte. Tomó el libro, y como mismo hace cuando repasa el texto sagrado, se sentó a ojearlo al borde de la bañadera, aprovechando la buena luz del baño.

Hoy, apenas confirmé la veracidad de la noticia, reparé con asombro en este hecho. La víspera, la mano de Dios, llevó a mi padre, a quien Eusebio quiso y estimó como cofrade, al texto que recoge las palabras pronunciadas por Leal en la presentación de ese libro y que están recogidas en su segunda edición. Ahora yo hago lo mismo. Allí recorre la historia común entre las epopeyas personales y familiares vividas por él, otros creyentes religiosos y otros hombres sin religión.

Aquel 21 de enero de 1994 en los locales del Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr., ante la mirada absorta de los vecinos del barrio de Pogolotti -nietos y biznietos de aquellos humildes trabajadores tabacaleros y combatientes de nuestras guerras – que siguieron con igual devoción la ardiente palabra de Martí, Eusebio expresó:

“Estos hombres, mujeres y jóvenes, todos los aquí reunidos, hemos sobrevivido. Somos los hijos de una palabra de redención pronunciada bajo el cielo y bajo las estrellas de Cuba. Hemos sobrevivido, sobre la base de la idea de salvarnos con nuestra Patria o perecer con ella.”

Y devolviéndole a él, en gratitud y homenaje, las palabras que en aquella noche dedicara a mi madre, parafraseo:

Y eso es, verdaderamente, el signo de pasión, el signo de amor, el signo de consagración, que Eusebio imprimió a su vida y a su obra.

Eusebio, te esperamos. Cuando desterremos la pandemia con la misma responsabilidad ciudadana que nos inculcaste, regresaremos a La Habana Vieja, a ese templo secular de tu ciudad, nuestra ciudad. Allí nos congregaremos, y como en los primeros días de tu titánica obra, con las sábanas blancas colgando en los balcones, esta vez te invitaremos: vamos Eusebio, vamos a andar la Habana.