Comienza hoy el año 100 de Ramiro Guerra, el pionero y maestro principal de la danza moderna cubana. Nació el 29 de junio de 1922 y pronto descubrió su vocación: quería bailar, pero no solo como baila cualquier hijo de vecino: quería explorar nuevos caminos, exigirle al cuerpo tensiones singulares, desdoblarse, partir del acervo colectivo para recrearlo, alumbrar nuevos sentidos, hacer arte...
Pretender eso ahora en Cuba es relativamente fácil. Hay un sistema de enseñanza artística que ofrece posibilidades si se cuenta con el talento. Pero Ramiro tuvo que comenzar de cero.
Viajó a los Estados Unidos, estudió con algunos de los maestros del momento, aprehendió nociones y las aplicó en su propio ejercicio creativo. Pero no fue suficiente. Él entendió la necesidad de una danza esencialmente cubana, y se consagró a ese empeño.
La Revolución triunfante abrió un abanico de posibilidades. El Teatro Nacional de Cuba fue el espacio para la creación de un conjunto de danza moderna. Y Ramiro pudo concretar muchos de sus sueños.
La cultura cubana lo tiene entre sus grandes: él fue un fundador. Desde su inmensa Suite Yoruba hasta su frustrado Decálogo del Apocalipsis, marcó el patrimonio coreográfico nacional. Fue un maestro exigente y riguroso. Fue un intelectual. Y cuando a causa de incomprensiones y desencuentros dejó la dirección de la compañía que fundó, siguió creando: sus textos son referentes indispensables en los estudios teóricos de la danza en Cuba.
99 años hubiera cumplido hoy Ramiro Guerra; y casi los cumple, pues su vida fue larga e intensa. Cuba lo reconoció con grandes distinciones. Él se ganó la permanencia. Su obra está viva.