Cúmplense ahora 60 años de la desaparición física del escritor norteamericano Ernest Hemingway (Oak Park, Illinois, 21 de julio de 1899-Ketchum, Idaho, 2 de julio de 1961), uno de los nombres insignes de la narrativa de vanguardia de su país y del mundo. Figura muy querida entre los cubanos por el especial afecto que siempre nos entregó, y luego a la Revolución triunfante y a su líder Fidel Castro Ruz.
Su amor por la Isla lo llevó a establecerse en ella desde 1940 hasta 1960 (en especial, en la Finca Vigía, hoy Museo Hemingway); a publicar en 1952 su novela El viejo y el mar, ficción sobre un viejo pescador de Cojímar, y a entregar a nuestro pueblo y a la Virgen de la Caridad del Cobre, en el Santuario homónimo, la medalla del Premio Nobel de Literatura que se le otorgó en 1954.
Para la mayoría de quienes nacimos en Cuba entre los años 1940 y 1950 (y aun antes), Hemingway devino uno de nuestros ídolos literarios. No olvido cuánto me conmovió en 1961 la noticia de su suicidio. Los problemas de salud le ganaron la batalla al hombre que había hecho de sus héroes y de su propia existencia una filosofía de la acción y de la no derrota. Recuerdo cómo unos años después, quizá a finales de julio de 1968, visité la Finca Vigía con una camarita soviética en mano. Ese día me recibió quien fuera mayordomo y amigo de Hemingway. No permitían la entrada porque no era día de visita, pero al ver mi entusiasmo nuestro anfitrión accedió y él mismo me sirvió de guía. Me llevó a cada espacio de la gran casa y de la finca, me contó en detalle sus experiencias al lado del gran escritor, entré a la sala, me senté en una de las butacas y hojeé algunas de las revistas y libros del afamado narrador. En el baño, por ejemplo, me mostró los trazos que Hemingway hacía de su estatura, preocupado por el desgaste físico.
En otro instante me refirió que Hemingway lo llamó dos o tres días antes de su trágico final y le habló con insistencia sobre algo que en ese momento él no comprendió bien. «Papa –así le llamaba– varias veces me comentó, con tono ensombrecido, que se estaban cayendo las hojas del árbol de su casa en Idaho, que caían muy seguidas, que le parecía que el árbol no iba a resistir. Luego me comunicó otros detalles y se despidió. No le entendí entonces –continuó el testimoniante–, solo cuando supe la noticia de su muerte pude entender sus palabras; ese día se estaba despidiendo definitivamente de mí. Aunque algo presentía, no podía imaginar tan rápido desenlace. Su muerte me dolió mucho». En esos instantes, sentí no tener conmigo una grabadora, solo mi cámara y memoria. Fue una visita memorable. Salí de allí como a las 4:00 p.m., había llegado alrededor de las 9:30 a.m.
Luego fui a Cojímar y al restaurante La Terraza. Vi las aguas del mar y respiré el mismo aire salobre que había aspirado Santiago. Coloqué una flor en el busto del novelista. Más tarde continué hacia El Floridita y ya en la noche solo pude contemplar desde el exterior el hotel Ambos mundos, último punto de mi recorrido.
Con esos pasos, quería agradecer el puente de amistad que Hemingway había establecido con Cuba. Era también una muestra de gratitud por quien había reportado desde la Primera Guerra Mundial, desde la Guerra Civil Española, y escrito en Cuba algunas de sus ficciones más célebres como Por quién doblan las campanas (1940) y El viejo y el mar (1952). Por cierto, el escritor Lino Novás Calvo tradujo al español en nuestro país esta breve novela en el número 45 de la revista Bohemia correspondiente al 15 de marzo de 1953. Luego, la Revolución la publicó en forma de libro y otras importantes narraciones del ilustre escritor, las que, sin duda, sería muy grato volver a leer.