Va cabalgando sobre una palma escrita
y a la distancia de cien años resucita.
Silvio Rodríguez
La sorpresa de la pantalla trae hoy una película diferente. Trata el esforzado amanecer de jóvenes cubanos que se vieron a sí mismos en el brillo de los machetes con que enfrentarían a la soldadesca española.
Con cada paso entraban en la vorágine que marcó sus vidas, cuando bordearon riesgos y acechanzas. Eran potencias sostenidas en sus cuerpos, que se erguían ante el porvenir. Ya no sería la misma juventud marcada por frivolidades de ocasión, sino soldados de la Patria respondiendo al vocablo más honorable, mambises.
La evocación que exalta la cultura nacional es memoria y festejo, y también motivo de meditación. Se expresa en una película, El Mayor, y en la dolida ausencia que traduce una decisión sin freno ni pausa, la de Rigoberto López, su realizador. Como entorno tiene la exaltación de la Patria, más amada cuanto más la agreden, estoica, entera, que no permite achicamientos. Entrega razones que son concreción en la sangre, carne en la carne. Hija que ama la dignidad cuando mucho se le escarnece, la Patria, madre amorosa pero exigente, impone en las espaldas de los suyos un tiempo de sacrificios que deben superar los corazones.
Asistimos a un extendido diálogo, un desencuentro y, también, un homenaje a quien quemó sus propiedades y dio la libertad a sus esclavos. El experimentado Carlos Manuel de Céspedes muestra las heridas, la fatiga y la sabiduría del combatiente crecido en la manigua. Es la batalla-diálogo que se resuelve cuerpo a cuerpo. El joven Ignacio Agramonte responde a los ardides de los adversarios con potencialidad retadora, bríos y reflejos de azogue en el combate. Los dos protagonizan el relato, son por igual rivales en el amor a Cuba, cada uno respondiendo a criterios y exigencias confluyentes, aunque confrontados en los métodos.
Conservan el respeto mutuo para que sus concepciones no puedan colisionar y constituir agravantes al propósito magno. Cuidan que el riesgo dictatorial no entorpezca la unidad en la acción, que en sus posicionamientos no cupieran la subestimación o la duda, sino un entrecruce de criterios, variantes que no dañen el proyecto de la independencia. Las connotaciones llegarían a mayores cuando la guerra adensara el peligro y el relato bordeara caracteres y definiciones.
Sintetizo con respeto el asunto en el argumento de El Mayor, de Rigoberto López, al menos en su progresión, sin develar el argumento en la totalidad, ni las complejidades que le dieron cuerpo y sentido. Solamente me traicionan los sentimientos al recordar la enfermedad y la muerte del amigo, la pérdida de una pierna y la amenaza de otras amputaciones, afrontado a la persistencia del dolor, ya sin sosiego. Con insistencia la mente me devuelve a su habitación en el hospital y en la sala de su casa, estrecha para tanto ímpetu, donde instalaron equipos de montaje y el trabajo de una editora. En esa batalla también se alzaba el artista con intensidad mambisa.
Admiré la decisión y la desesperada entrega de Rigoberto, porque el tiempo traicionaba la progresión de la película y veía cerrarse el ingrato círculo de su propio final. El conocimiento de la gravedad no le hizo flaquear, ni el fin anunciado, ni el empeño en dejar concluida la obra donde –nunca dicho con tanta justicia– le iba la vida.
Anotaba encargos a cumplir para conseguir los efectos deseados. Se dice o escribe con facilidad, pero presenciábamos el denodado combate de la
voluntad frente a un designio implacable. A manera de entrevista para la revista Cine Cubano, en los primeros días después de su muerte organicé unos párrafos soslayando el asunto central del momento. Asumí episodios de su formación y algunos asuntos que martilleaban su mente. Preferí anotar su labor como documentalista, una de las trayectorias más persistentes entre los cineastas cubanos. Por el momento soslayé El Mayor, entonces en el final de su realización, frente a la certeza ya esperada del desenlace.
Rigoberto había labrado innegable prestigio como documentalista. Algunas de las piezas más significativas del repertorio que muestra el ICAIC son obras suyas. Su trayectoria en el cine de ficción halló resistencia en la crítica de sus colegas, pero en el plano internacional le otorgaron aprecio y valor. Esas condicionantes gravitaban en su ánimo. Esperaba que El Mayor contribuyera a deshacer reservas intencionadas. Esta tarde ustedes podrán apreciar sus incuestionables significados. Él precisó su esperanza, puesta en la película, afirmación y constancia de su compromiso:
“Hay que decir que es un esfuerzo extraordinario –dijo– y que un proyecto como este pone a prueba la conciencia de estructuras con respecto a la necesidad y su importancia trascendental. Este esfuerzo que realizamos lo amerita, sobre todo para la juventud que necesita un paradigma como el Mayor. Me siento estimulado y satisfecho de haber emprendido un proyecto de esta envergadura y que todo cuanto tenga la importancia que merece sea aceptado por el pueblo cubano como un homenaje a ese hombre extraordinario”.
Cuando leo esa declaración, como los cronopios de Cortázar desato bártulos colmados de recuerdos. Me veo en mi natal Ciego de Ávila, entonces municipio camagüeyano, en el aula de mi maestra preferida, Melania, una negra tamaño familiar que llevaba la asignatura Moral y Cívica. Avanzada una mañana, derrochó solemnidades para ordenar con voz de tribuno romano: “Busquen una página nueva en la libreta de dictados. Copiaremos la Constitución de Guáimaro. Es breve y hermosa como un poema. Escriban”. Leyó emocionada lo que El Mayor redactó en la ocasión historiada.
Esa lección quedó entre mis recuerdos preferidos de cuando en las páginas que Melania nos hacía amar, la historia no quedaba distante, ni ajena, ni críptica, sino un motivo de amor constantemente renovado. Ojalá ustedes, como yo, sientan ese beso de la Patria, discreto pero firme, mucho más que un rumor en la mejilla. Que tan significativa experiencia nos ocurra viendo esta película que nos trae a Ignacio Agramonte al frente de su caballería, bajo el sol, sorteando palmas y derribando enemigos.
*Texto del escritor Reynaldo González en la presentación de El Mayor, el pasado 20 de octubre