Ahora su imagen estará eternizada en bronce, en la plaza que tanto recorrió, con el gesto y el impulso de tantos días. Ahora lo verán los que lo vieron, lo saludaron, lo detuvieron para comentarle algún problema…; y lo verán los que no alcanzaron a coincidir con él en sus muchos itinerarios por la ciudad que amó y honró. Eusebio Leal ya tiene su estatua. Su monumento. No está sobre un pedestal, como los héroes que él veneró, sino sobre la calle. Parece que anda, que está de paso.
El escultor José Villa Soberón lo concibió con el mismo espíritu de su Lennon o su Caballero de París. Figura popular, al alcance de la mano, integrada en las rutinas urbanas. Uno de los símbolos más asequibles de la urbe. Quizás así se soñó él. Quizás, porque Eusebio Leal no se consideró nunca un prócer o digno de grandes honores. La de él fue una vocación de servicio y entrega. Y ahí está su aporte: piedra sobre piedra en la ciudad salvada de la destrucción y la desmemoria; acervo inmaterial de ética y pensamiento.
Eusebio Leal tiene ya su monumento, para regocijo de los viejos y los niños. Pero él ya lo tenía en la memoria de su pueblo. Es uno de los grandes hombres del último siglo cubano, un hacedor de sueños, un luchador incansable. La gente no lo iba a olvidar nunca. Y, como sucede con los imprescindibles, su recuerdo de generación a generación como tesoro heredado