Buena parte de la fabulación del pintor cubano Adigio Benítez pudiera parecer pensada para ilustrar un libro de cuentos. A los niños les encantan ciertas pinturas del artista, que recrean los recortes de los juegos infantiles o el origami japonés.
Los colores son vivos, la figuración diáfana. No hay regodeos en la tragedia, ni expresionismos oscuros. La pintura de Adigio Benítez, al menos la de las series que marcaron su poética más reconocible, comparte el espíritu de una mañana soleada.
Claro, hay otras visiones menos luminosas, más dramáticas en sus implicaciones... y hay también un acercamiento a la gesta de su pueblo, de la que él mismo fue parte desde su juventud. Hay un Adigio singularmente épico.
No se trata en definitiva de un creador que se encerrara en su torre de marfil. Más bien parecía comprometido con el acto utilísimo de compartir la belleza. "Mi pintura es amable", solía decir.
Pero no se debe confundir sencillez y esencialidad con simpleza: el artista rehuyó siempre facilismos, lugares comunes.
Su hija, la historiadora Surnai Benítez Aranda, lo describió en sus palabras para el catálago de una exposición del artista en la galería Villa Manuela, en febrero de 2007:
"Adigio, quien ha transitado por diversas etapas en virtud de su amplia vida artística y de esa característica de no conformarse con lo hecho y plantearse siempre renovarse a sí mismo con los nuevos modos de hacer y decir, es un continuador del legado modernista en su permanente búsqueda de la originalidad (...) y es un postmoderno que se ha nutrido de esa visión global de la cultura de hoy para abordar nuevos temas que tienen que ver con el propio arte y con el diálogo intercultural".
Cien años se cumplen este viernes del nacimiento en Santiago de Cuba del artista. A más de diez años de su muerte, su poesía palpita en lienzos y papeles.