A su culta e irónica manera, Umberto Eco equiparaba el libro a la cuchara, la rueda o la tijera: una vez que se inventa −escribió−, no puedes conseguir algo mejor. De ahí que los peligros que supuestamente corre el libro con la irrupción de su modalidad electrónica nos toquen tan íntimamente.
¿Hay una sola rueda para todo y para todos? ¿O tal vez una única cuchara, o una sola tijera? Es obvio que lo que hace genial a un invento de esta índole es su variedad, sus posibilidades para autorrenovarse y mejorar sus niveles de funcionalidad. No obstante, y para no distanciarnos de la lógica de Eco, si bien no podemos inventar nada mejor que el libro, al menos en su rango, sí estamos impelidos a perfeccionarlo, a renovarlo en sí mismo y desde sí.
Y el libro electrónico se ha inventado ya y se convierte en un objeto de uso de atención para el comercio, con infinitas posibilidades de expansión cultural.
¿Tenemos, o podremos tener a corto plazo en Cuba, la tecnología imprescindible para desarrollar y posicionar el libro cubano en sus formatos electrónicos?
Es obvia y tajante la respuesta: no. Ni tenemos, ni existen posibilidades de que tengamos algo parecido a esa tecnología ni de que podamos insertarnos, en igualdad de condiciones, en el ecosistema global de la distribución del libro.
Esta sencilla conclusión podría dividir el panorama de reacción en dos polos opuestos: apocalípticos e integrados, según el modo de Eco, o, si me permiten voltear la tuerca lingüística, en empíricos optimistas y pesimistas empíricos.
Para evitar adentrarnos en cualquier ejercicio de descripción y clasificación de las modalidades que de ambos grupos podrían ramificarse −lo que debía partir de una investigación académica lo más abarcadora posible−, preguntémonos si tenemos la capacidad intelectual para estudiar el fenómeno y comprenderlo a fondo, transversalizando los saberes científicos, desde las ciencias sociales hasta las desbordadas tecnologías computacionales.
Si hablo de capacidad, pienso en la búsqueda de métodos que nos permitan
socializar provechosamente los resultados del conocimiento y avanzar hacia una transformación productiva del contexto del libro electrónico en Cuba, no en que seamos lerdos o lumbreras mentales. Con esto, me desmarco de los apocalípticos y me acerco al optimismo empírico de los integrados.
Desde ya lo anuncio: urge explorar sus rutas en profundidad y adentrarnos en ella de una vez y por todas, pues si las cartas de intención y los convenios de colaboración que tan entusiásticamente firmamos resolvieran el problema, no estaríamos haciéndonos preguntas que nos ponen en riesgo de perder tiempo, como siempre valioso e insustituible.
El desarrollo del libro cubano no ha contado jamás con las bondades tecnológicas del libro global, como las que exhiben los consorcios dominantes, ni siquiera en comparación con los sellos editoriales independientes o alternativos, llamados a quebrar a la vuelta de la esquina y aun así con ediciones de más recursos visuales que las nuestras.
La mayoría de las publicaciones que se han editado en Cuba durante todo el proceso revolucionario son humildes, proletarias, sin un trasfondo tecnológico que magnifique el momento clave de la seducción que conduce al desembolso de su precio de venta. Incluso, muchas de las que hemos considerado de lujo palidecerían si las colocáramos junto a otras ediciones que el mundo reconoce como tales.
Nuestro libro ha sido siempre “contenidista” y subsidiado, desde el mismísimo siglo XIX. La Revolución demostró, con creces, que es posible fomentar una literatura y un lector que no hubiéramos podido conseguir de no haber desafiado el atraso tecnológico en el que estábamos cuando se solidificó el primer paso alfabetizador con la Campaña Nacional por la Lectura, liderada por Alejo Carpentier.
Una honrosa característica común a la mayoría de nuestras publicaciones se localiza en el rigor profesional de la edición y el diseño, por lo general muy superior a las que con tanta facilidad nos aventajan en visualidad.
Las desventajas tecnológicas, que jamás superamos, a pesar de que no dejaron de ponerse en práctica alternativas y sucedáneos, jamás frenaron la expansión de la literatura cubana y universal, ni mucho menos la demanda masiva del libro que pronto se alcanzó y sigue marcando las necesidades culturales de nuestra población.
Esa calidad en la edición, corrección y diseño –aspecto irregular incluso en poderosas empresas–, ha crecido a niveles profesionales que bien podrían convertirse en servicios exportables, para lo cual, pienso, sí tenemos mejores condiciones y posibilidades objetivas y hasta una agencia literaria que no acaba de salir a la luz después de los continuos túneles.
A mi entender, la característica que mayor atención reclama en este instante en nuestro panorama literario es la de su superpoblación. La superpoblación compulsa a un consumo desmedido y arbitrario de recursos y conduce a una crisis de generación de la materia prima, muy inferior en oferta que en demanda.
En el ámbito de la literatura y el libro, esta crisis natural del fenómeno se suma a la crisis inducida por Estados Unidos, con su bloqueo, y a la relativización de la importancia de muchos, demasiados autores, que pasarán sin saber que pasaron una vez que han dado a conocer sus obras.
Sumemos que, desde 2011, cuando la producción de papel y cartulina alcanzó índices ligeramente superiores a los 400 millones de toneladas métricas a nivel global, se ha mantenido ese estándar productivo, de ligero crecimiento, en tanto los precios se han multiplicado escandalosamente de un año para otro.
Esa realidad, que se agrava mucho más en las condiciones comerciales a las que Cuba ha sido forzada, ha obligado a reordenar las estrategias editoriales que le permitan al pueblo continuar respondiendo al llamado a leer que lanzara Fidel desde el principio.
La Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac) cuenta en su nómina con más de 1 100 escritores. Sus miembros no son, aunque nos tiente a pensarlo, la mayoría de los autores del país, pero tal vez sí estén entre ellos los más representativos con respecto a la calidad literaria de la obra.
Si esta cifra nos tienta a imaginar –solo imaginar– que apenas el 30% de esos escritores mantiene una productividad estable, tendríamos que imaginar, además –y no solo imaginar–, el caos que deben enfrentar sus tres sellos editoriales para poder publicarlos. Más de 300 títulos anuales es un reto complejo que sobrepasa tanto el ámbito del autor como el del lector, para expandirse al de las relaciones de intercambio económico.
¿Cómo lograrían sus tres editoriales el interés comercial de al menos 300 000 lectores al año? La Asociación Hermanos Saíz, por su parte, cuenta con cinco editoriales y cientos de escritores en su base de datos, de los que debe esperarse un trabajo más intenso, aunque quizá más experimental y aún en camino de fraguar.
El Sistema de Ediciones Territoriales (SET) se extiende a 22 sellos en todas las provincias del país, lo que dispara las cifras de la superpoblada oferta a un ámbito de consumo cada vez más mediado por los cánones de la industria editorial global.
Siguiendo esa línea de superpoblaciones cruzadas, comprobamos que el registro nacional del ISBN ha inventariado 192 editoriales en todo el país –138 en la capital y 54 en las demás provincias–, de las cuales 79 están vinculadas al Mincult.
Solamente 13 publican más de 50 títulos anuales y casi 70 oscilan entre los 11 y 49. Todas, hasta llegar al cuarto grupo de clasificación, que edita menos de cinco títulos por año, están llamadas a pensar en las posibilidades que les ofrecen las modalidades electrónicas del libro, incluso si ocurriera un imposible milagro de bonanza en el sector de los insumos poligráficos.
¿Podría conseguirse el interés de nuestra población mediante el comercio electrónico, una vez que se enfoque el interés en las publicaciones en formatos digitales?
Más que una salida de crisis, parece un objetivo a emprender para todo el sistema editorial cubano, cuyo total de sellos se mantiene en crecimiento, por más que nos agobien las limitaciones económicas. No es, por supuesto, un desafío que se resuelva solo mostrando voluntad y consiguiendo el apoyo de las instituciones, con lo que contamos en estos momentos en nuestro panorama.
El trabajo es complejo, arduo, y se ha visto empañado por un insólito desdén de las propias editoriales, que se niegan a aceptar las nuevas circunstancias tecnológicas como beneficiosas para ellas. Se da un curioso caso de anomia boba, en la cual la editorial actúa contra sí misma sin creer que así lo hace, solo porque supone que reacciona contra los nuevos preceptos de reglamentación tecnológica. El pánico a perder el libro tiene un efecto simbólico difícil de apartar.
Si revisamos los registros de ISBN, accesibles en el sitio web, comprobaremos que es palmario el desconocimiento en un punto tan importante para la expansión del libro como la elección intencionada de metadatos, elementos fundamentales para que en el marasmo de la web el libro alcance alguna competencia de visibilidad y se convierta en la aguja que brota del pajar.
Los metadatos son la respuesta al desafío que nos plantean los más de 10 000 libros que se publican mensualmente en español, nos explica Daniel Benchimol, especialista en edición de libro e inteligencia artificial.
Según una encuesta especializada que su proyecto aplicó en el sector profesional del libro, mayoritariamente editores, el 50% de los encuestados se suma al campo de los integrados y considera positiva o muy positiva la intervención de la inteligencia artificial en la industria del libro, mientras que el 20% se mantiene firme en los apocalípticos y la da por negativa. En neutralidad, por desconocimiento, responde nada menos que un 30% de la muestra.
Como puede apreciarse, tanto en el panorama extranjero, con abundantes recursos tecnológicos al alcance de la mano, como en el nuestro, donde la tecnología siempre ha sido insuficiente, partimos de cero, sin previa tradición o referente, y se impone educar –es la palabra– a la mayoría de quienes intervienen en el proceso productivo del libro.
La encuesta citada destaca que es mayor el porciento de valoración de la inteligencia artificial en el caso del sector editorial, en el que un 56.3% la asume como positiva, en tanto que solo un 13% la rechaza. Cuanta más experiencia tienen los profesionales en el sector editorial, más posibilidades ven en el uso de la inteligencia artificial en su trabajo, indica además este importante estudio.
Los índices de neutralidad, de un 30% nada despreciable, revelan cuán largo y desconocido puede ser el camino, pues ya la mayoría asume como inevitables esos cambios.
Nos urge, y es absolutamente imprescindible, que nuestra producción eleve el rigor editorial del libro electrónico para que este comience a formar parte de una necesidad cultural de nuestra población y, por extensión, de su sistema de intercambio comercial.
Sería imposible, desde luego, si no partimos de aceptar los nuevos elementos que deben acompañar a este producto, que abarcan un espectro amplio y en renovación vertiginosa.
Ante el invento, ya conseguido, del libro electrónico, cabe solo bregar para perfeccionarlo, convertirlo en otra necesidad de nuestros modos de expresión cultural.