Inauguración del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Foto: Thalía Fuentes/ Cubadebate

El Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana nunca ha sido solo un evento; desde su génesis, se constituyó como un proyecto cultural y político fundacional. Nació en 1979 como una respuesta colectiva y una trinchera necesaria. Su propósito cardinal fue –y sigue siendo– contrarrestar el monopolio de la distribución imperial, desafiar el relato único impuesto por las metrópolis culturales y, sobre todo, definir y defender una cinematografía propia.

Esta no se mide por su presupuesto o su pulido técnico, sino por su capacidad para interrogar la realidad, exhumar la memoria colectiva y dar voz a los sujetos históricamente silenciados por el poder.

Como subrayó Tania Fernández, directora del festival, en la inauguración de esta 46 edición, se trata de un espacio consagrado al “cine que asume su responsabilidad histórica, el que no esquiva el conflicto y entiende que la belleza también reside en la verdad, por cruda que esta sea”. Este principio fundacional transforma cada proyección en un acto de afirmación y cada sala en un ámbito de reflexión crítica.

En un panorama global donde los grandes festivales a menudo funcionan como termómetros del mercado o correas de transmisión de estéticas globalizadas, el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano se erige como un espacio de resistencia narrativa. Su programación es un ejercicio curatorial conscientemente político, que privilegia las películas que realizan un trabajo de excavación social.

No se busca solo el exotismo folclórico ni el drama humanitario despojado de contexto; se buscan obras que desentrañen las complejidades estructurales, que conecten el pasado colonial con el presente neoliberal, y que exploren la intimidad como un territorio donde también se libran batallas políticas.

Este festival defiende un cine que es herramienta de conocimiento y arma de lucha simbólica, un cine que se piensa desde el Sur y para el Sur, en abierta oposición a la homogenización que imponen los monopolios audiovisuales.

El príncipe de Nanawa, tanto un documental como una proeza artística y creativa.

La documental “El príncipe de Nanawa”, de Clarisa Navas, en la muestra oficial del FINCL, encarna a la perfección este ideario. Su valor trasciende su ambición formal o su duración épica. Es una cartografía íntima de la frontera, no como línea abstracta, sino como espacio vital donde se negocian diariamente la identidad, la supervivencia y el afecto.

Al dedicar una década a seguir la vida de Ángel, Navas realiza un acto de resistencia contra el tiempo acelerado del consumo audiovisual. Su película declara que ciertas verdades, las de la formación de un sujeto en los márgenes, solo pueden capturarse con paciencia y compromiso ético.

Al rechazar los clichés sobre la pobreza y centrarse en la textura de lo cotidiano, el docuemntal defiende la dignidad de una historia que el cine mainstream consideraría “no comercial” o “de nicho”. Es justo el tipo de obra que este festival existe para acoger: un relato que convierte lo local en universal a través de la profundidad, no de la concesión.

"O Agente Secreto"

La dimensión de memoria histórica como acto de justicia presente es otro pilar de la programación. “O Agente Secreto”, de Kleber Mendonça Filho, es un examen implacable de los mecanismos del autoritarismo. Lejos de ser un simple drama histórico, es una anatomía del poder que desmenuza cómo la dictadura brasileña infectó la vida privada, el lenguaje y las relaciones humanas.

Al exponer la burocracia del terror y la normalización de la barbarie, Mendonça Filho realiza un trabajo de memoria profiláctica, crucial en una era donde el fascismo muta y reaparece. El festival, al darle espacio, reafirma su rol como archivo vivo de las luchas continentales y como plataforma para un cine que no solo recuerda, sino que analiza y advierte, cumpliendo una función pedagógica esencial.

Belén.

El compromiso con las luchas sociales en su estado más urgente y corpóreo se manifiesta en películas como “Belén”. Es un cine urgente y incómodo, que rechaza la espectacularización de la miseria para abrazar la potencia de la organización popular. El Festival de La Habana provee el contexto crítico necesario para que este grito no sea ahogado por el ruido del mercado, reconociéndolo como parte fundamental del mosaico de resistencias que define a la región.

La batalla contra el colonialismo y sus secuelas cognitivas encuentra una expresión lúcida en “El Caribe colonial bajo el mismo sol”, de Ulises Porra. Este trabajo adopta la forma del ensayo cinematográfico para deconstruir los imaginarios impuestos sobre la región.

Bajo el mismo sol

Ataca la visión del Caribe como paraíso turístico o backyard histórico, proponiendo en su lugar una reflexión sobre la extracción, la diáspora y la resistencia cultural. Es un cine que piensa, que conecta puntos históricos y geopolíticos, y que se alinea directamente con el proyecto descolonizador que está en el ADN del festival. Defiende el derecho a una mirada propia, compleja y crítica sobre la propia historia, en oposición a los relatos simplificadores exportados desde los centros de poder.

En un mundo audiovisual cada vez más concentrado y alienante, el FINCL persiste como un santuario para la conciencia crítica: defiende un cine que es testimonio, archivo, denuncia y poesía. Un cine que, fiel a sus premisas fundacionales, se niega a ser un mero producto de entretenimiento para asumirse como un instrumento de soberanía cultural, memoria colectiva y transformación social.

Como afirmó Tania Fernández, es el espacio para el cine “que no le teme a la verdad y que cree, firmemente, en el poder emancipador de las imágenes”. Ese es su mandato indelegable: asegurar que la pantalla latinoamericana siga siendo, ante todo, una pantalla con conciencia.

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