La primera etapa desde el nacimiento de cada ser humano originario consistía en un crecimiento corporal determinado por el genoma individual y la alimentación, y eso sigue siendo así. Esto se acompañaba por un aprendizaje que estaba determinado por su entorno, hasta que se alcanzaban las condiciones de sustento, supervivencia y reproducción independiente.
Probablemente en los tiempos iniciales de nuestra especie ese aprendizaje quedaba a cargo de los progenitores y de entes sociales cercanos, y se basaba en intercambio de conocimientos por imitación y por diálogo. Esto último se logró gracias al nuevo instrumento de progreso evolutivo que se disfrutó cuando por primera vez un espécimen de homo sapiens le habló una idea a un congénere, este lo entendió y actuó en consecuencia.
Tal inicio de la historia de los aprendizajes se transformó cuando se inventó la escritura, mucho más recientemente. Entonces los saberes de las personas ya no se almacenaban y recuperaban solo en las mentes mientras estaban vivas, sino que podían trascender a sus muertes. Se comenzó así a acumular tanto conocimiento escrito útil, que muchas organizaciones sociales inventaron las escuelas para niños, con el fin de preparar a cada individuo de forma que pudiera desempeñar su vida adulta con saberes imprescindibles que habían sido previamente almacenados como escritura.
A través de los tiempos la escuela ha cambiado y sobre todo abarcado una porción mayor del tiempo de vida de las personas. Hoy se reconocen al menos tres niveles escolares: el básico general, el secundario y el superior. Abarcan tres etapas importantes de los primeros tiempos de la vida de los seres humanos: la niñez, la adolescencia y la primera juventud, cada una con características singulares.
La palabra universidad se deriva del latín universitas magistrorum et academicium, que significa aproximadamente “comunidad de profesores y académicos”. Este nivel de enseñanza formal se considera como el superior y terminal en la educación de la mayoría de las personas que lo cursan.
El establecimiento de la primera universidad data de hace casi un milenio. Se atribuye a la ciudad de Bologna, hoy en Italia, la fundación en 1088 de la primera a partir de la acción de monjes católicos. La denominación de “universitas” nace con ella.
El desarrollo de las universidades desde entonces ha sido diverso y adaptado a las necesidades sociales de cada momento en cada lugar. Ya en la perspectiva de nuestros días se observa que muchas comunidades humanas han alcanzado niveles de bienestar colectivo elevado y otras han sufrido penurias y condenas implícitas a la infelicidad por muy diversos motivos.
En ese contexto se puede afirmar que no existe comunidad humana con niveles satisfactorios de vida y bienestar que no disponga de un sólido sistema de educación universitaria. Igualmente es claramente identificable la tendencia de que allí donde las universidades son débiles o no existen, la sociedad está estancada, es pobre y expuesta a la expoliación proveniente de las más diversas fuentes.
Probablemente hace solo unos cuantos siglos ocurrió que los profesores de algunas universidades no solo se dedicaron a enseñar, sino que usaron sus condiciones de reconocidos conocedores para incrementar ellos mismos sus saberes mediante la investigación y la innovación. Se trataba de que esas universidades no solo creaban nuevos conocedores, sino también nuevos conocimientos. Las universidades donde los maestros investigan suelen involucrar también a los estudiantes en la aventura de obtener, registrar y divulgar información. Los estudiantes juveniles, ya adultos de hecho, son muy creativos. Estas son las “universidades científicas”, también conocidas como “universidades de investigaciones”.
Las universidades de este mundo hoy aparecen así en dos tendencias: las que hacen hincapié en la formación profesional, con una débil o no existente actividad de investigación científica y las que combinan la educación profesional con la creación de conocimientos mediante la investigación. En el caso de Cuba, la definición de la Reforma Universitaria de 1962 que sigue rigiendo conceptualmente a la educación superior revolucionaria, es concluyente en que la universidad tiene que ser científica.
Y esto se ha cumplido. A la altura de 60 años de proclamada esa reforma en enero de 1962, la universidad científica cubana produce regularmente más de la mitad de los resultados relevantes de nuestra ciencia que se identifican a través de los premios anuales de la Academia de Ciencias de Cuba.
Pero esto no es un simple motivo de satisfacción, sino que en realidad se torna un reto. En nuestros escenarios actuales, ¿cómo tiene que ser la enseñanza de un ser humano cuando la disponibilidad de los conocimientos que ha almacenado la humanidad está en su mayoría y para todos al alcance de un simple toque en una pantalla de un teléfono móvil? ¿Es la actual estructura de la escuela y sus niveles de educación básica general, secundaria y superior la que predominará en su evolución futura? ¿Cómo tiene que ser la universidad del futuro?
Todo parece indicar que la universidad científica tiene que consolidarse como única alternativa. Y que este nuevo escenario superinformado es el ambiente natural para que se produzcan avances en el saber humano que deben cambiar para bien la vida de todos. ¿Cómo tenemos que hacerlo? ¿Son las carreras actuales y su diseño los más indicados? ¿Es la estructuración disciplinar inamovible por conveniencia? ¿Cuáles son los resultados que debemos tomar como referencia para medir el progreso de la universidad cubana? ¿Cómo podemos evaluarlos imparcial y efectivamente? ¿Cómo debe participar la universidad de hoy y del futuro en construir una vida mejor para los cubanos? ¿Cómo se imparten las mejores clases en las condiciones actuales?
Son muchas interrogantes las que pueden hacerse además y muy tentador el camino de creación al que pueden conducir para el bien de todos en nuestra universidad científica.