Cuando la periodista Belkys Pérez Cruz dice que en Pinar del Río hay cultura sobre huracanes, no es juego. Un pinareño (y un artemiseño) piensa antes que nada en tener una buena casa que resista los embates de un fenómeno meteorológico. La historia ha sido la causante.
Aún recuerdo el paso de Gustav (tenía solo 12 años) por San Cristóbal, municipio en el que nací y en el que estoy pasando actualmente un tiempo. Viene a mi mente esa noche de angustia, alojada en casa de mi tía porque la mía en esa época no tenía las condiciones óptimas. Recuerdo ese ruido característico de los huracanes, la oscuridad, las fibras y tablones que volaban y lo peor, saber que pertenecían a viviendas de personas.
Recuerdo la angustia de saber que mi mamá estaba sola en mi casa en ese día gris. El viento levantó casi todo el techo, excepto el de una habitación. Ella corrió en el peor momento de la tormenta hacia la casa de un vecino. Cuando regresamos al día siguiente, todo, absolutamente todo era desolación. Junto con el techo, el viento se llevó las fotos familiares. Días después, como si no hubiera bastado, el huracán Ike siguió la misma ruta que su antecesor. Y no exagero, desgraciadamente, casi no quedaban árboles en pie, ni techos que llevar.
Desde el viernes por la mañana, cuando se estableció la fase de alarma ciclónica toda la comunidad se puso en función de minimizar los daños. Tablas en las ventanas, sacos con arena en los techos, bajar las antenas, poner a cargar los teléfonos y las lámparas recargables. Paso a paso, como si fuera un manual escrito.
En la medida en que pasaban las horas el agua y el viento aumentaban. De una casa a la otra los vecinos gritaban: “Está fuerte la lluvia”; “Pensaba que iba a ser un viento platanero”; “Dicen que acaba de salir de la Isla”; “Acaba de tocar tierra, cerquita de aquí, en Dayanigua, Los Palacios”. La radio es la única aliada informativa cuando no hay servicio telefónico ni eléctrico.
Asomadas por la rendija de una ventana veíamos los aguacates que caían como misiles, la mata de pera llegaba al piso y al rato, el mismo aire la levantaba. La de árbol del pan, que incluso resistió al Gustav, Ida la arranco de raíz. Milán, mi bebé de solo cinco meses, no paraba de llorar. Quizás sentía la angustia o no le gustaba la oscuridad.
Aún no salía el sol este sábado y todos preguntaban: “¿Qué te pasó?”, “¿Qué te llevó?”. Y es que junto a esa cultura ciclónica también está la solidaridad. Sí, esa misma solidaridad que hizo que en medio de la tormenta las personas del barrio se asomaban en la ventanas para ver si Jesús, el hombre que vivía en la casa de madera estaba ahí, o si la casa seguía en pie. Y sigue, ahí está, con una tabla de menos.
Desde las 6 de la mañana desgajaba los árboles caídos con machete en mano. Es normal en esta tierra, ver lo positivo, la luz después de la tormenta. Es inevitable que aún queden muchos huracanes, “desventaja geográfica”, lo importante es saber que siempre hay un después.
Aún no hay electricidad. Dicen que no viene hasta el lunes o martes. Termino estas líneas con 10 por ciento de batería. Es lo que toca, cuando eres periodista.