Corre el año de 1877 y llega a San Cristóbal de La Habana un inquieto joven, natural de La Estrada, comarca gallega.
Es un mozo que exhibe los copiosos mostachos de la época, rematados en cuidadas guías, y una barba en punta.
Se llama Waldo Álvarez Insúa (1856-1938) y, aunque se graduó en Leyes, no será recordado por su ejercicio como picapleitos en el foro. No, su título universitario a menudo permanecerá inútil y engavetado, pues el intranquilo hijo de Galicia ha de brillar en las lides periodísticas y como organizador y núcleo de sus coterráneos en La Habana.
Desde los catorce años, ya Waldo ha esgrimido las primeras armas periodísticas en su natal Galicia, al colaborar —dice un biógrafo— en revistas más fugaces que un aerolito. Y llega a editar una con un título tan escalofriante como prometedor: El Vampiro.
Aquel veinteañero no hace más que llegar a La Habana y crea el semanario Eco de Galicia, el primer periódico con salida estable que tuvieron en América los inmigrantes de esa región española. En sus páginas Álvarez Insúa, con valentía, combatió contra quienes traían a Cuba inmigrantes gallegos en condiciones de semiesclavitud.
Desde El Eco…, el día 12 de octubre de 1879, dirige a sus coterráneos un llamado para fundar la institución que iba a ser conocida como “el muy ilustre Centro Gallego de La Habana”.
Suman miles. Y añoran su tierra de castaños y nogales. Se mueren de saudade por Orense, Pontevedra, Lugo y La Coruña. Por eso, el llamado que Álvarez Insúa dirige a sus paisanos en La Habana recibe apoyo inmediato y unánime.
En ese mismo año en que surgiera la iniciativa, durante la víspera del día de Navidad, a la una de la tarde se reúne en el Teatro Tacón un grupo de inmigrantes que fundará el Centro Gallego de La Habana.
Un gacetillero de la época dejó una nota periodística no solo curiosa por reportar el hecho, sino porque el autor defendía la repetida y disparatada teoría en cuanto al Colón nacido en Galicia: “No son muchos, pero son buenos y de resolución inquebrantable [...] Acometen el inmenso empeño de constituir un lugar común en la para ellos amorosa tierra cubana, exponente de las virtudes de la raza creadora del descubridor de un mundo”.
En Prado y Dragones, el 11 de enero de 1880, se celebra la fiesta inaugural: ya el Centro Gallego cuenta con un inmueble, aunque solo sea una desvencijada cochera, cuyo propietario ha accedido a alquilarla, siempre que le paguen las mensualidades —una docena de onzas— en oro y por adelantado.
La institución, que habría de contar al transcurrir el tiempo con uno de los más robustos créditos del país, comienza su vida con un presupuesto casi franciscano, que a pesar de su modestia arroja un déficit inicial de tres mil pesos.
Uno de los primeros gestos de la recién nacida entidad consiste en una colecta a favor de la poetisa Rosalía de Castro. Cómo no socorrerla, si ella había sido la mejor voz intérprete del alma del emigrante:
Cuando era tiempo de invierno
pensaba en dónde andarías;
cuando era tiempo de sol
pensaba en dónde andarías.
Ahora yo tan solo pienso,
mi bien, si me olvidarías.
¿Cómo no auxiliar a la poetisa enferma, si en sus versos se tradujo la amargura de la galleguita que vio partir al emigrante?
Tejí mi tela yo sola,
sembré sola mi nabal,
sola voy por leña al monte,
y sola la veo quemar.
En 1885 el Centro Gallego comienza a prestar servicios médicos a sus asociados. Ocho años después la institución adquiere la quinta de salud La Benéfica. Ya los asociados suman unos seis mil.
Tras la convulsa etapa de la Guerra de Independencia, en 1902 la entidad se recupera y alcanza los diez millares de socios.
El primero de enero de 1906 se firma la escritura por la cual se adquieren los terrenos limitados por las calles Prado, San Rafael, San José y Consulado, rectángulo que contiene al Teatro Nacional, antes Tacón. En ese lote urbano se concluye, en 1914, el imponente edificio neobarroco que hoy admiramos, obra del arquitecto belga Paul Beleu. En su base, como primera piedra, yace un bloque granítico, tallado en las canteras de Lugo, y que allí reposa como un símbolo de la saudade por la tierra natal y como una prueba de que no han dejado morir a la galleguidad.
Nada de esto lo presenció Waldo Álvarez Insúa. El periodista pontevedrés amó —sin dudas— a esta tierra, empezando por su esposa, la cubana Sara Escobar, con la cual tuvo seis hijos. Pero no entendió nuestras ansias de respirar a pulmón libre, por lo cual, cuando la Metrópoli va de retirada él abandona la Isla, para no regresar jamás. Le escribe entonces a un cuñado: “No podría ver, sin una tristeza mortal, otra bandera en el Morro que no fuera la española. Llámale a esto egoísmo o fanatismo pero, te lo repito, si no me marcho me muero”.
De todas maneras, el 10 de agosto de 1938, cuando en Madrid cierra los ojos por vez postrera, de seguro sabe que nos ha legado, para todos los siglos, un majestuoso elemento del paisaje habanero.