Baraguá, marzo 15, 1878. Cara a cara se vieron la sombra y la luz bajo aquellos mangos «baratos» –soñados así por un forastero con grado de general– que llegó al sitio para cogerlos «bajitos», como lo hizo antes en México, Marruecos, y en su propia España, frente a la llamada «resistencia carlista» de Cataluña y Navarra; contiendas todas de las que, con ayuda de sobornos, intrigas, fusilería y discursos edulcorados, su sable colonizador emergió victorioso; smart power (poder inteligente) le llaman hoy a esa doctrina.
Astuto sin dudas, Arsenio Martínez Campos comprendió que no lograría una victoria militar sobre las huestes mambisas cubanas. Entonces optó por el smart power ibérico, receta de la que tan buenos dividendos había obtenido en otras geografías. Pensaba que la estratagema funcionaría en la Isla, que en Baraguá se repetiría la doblez de un poco más de 30 días antes en el Zanjón, que bastaría con halagos y un discursito de falsa apariencia.
«Basta de sacrificios y de sangre; bastante han hecho ustedes asombrando al mundo con su tenacidad y decisión», elogió Martínez Campos, tras ponderar el valor y la juventud de un joven de 32 años, que desde el bando insurrecto lo miraba en aparente calma.
«Ha llegado el momento de que nuestras diferencias tengan término y, cubanos y españoles, nos propongamos levantar a este país de la postración en que diez años de cruda guerra lo han sumido», prosiguió el astuto gendarme colonialista, mientras su mano se extendía con el documento de la enmascarada claudicación de los patriotas.
Entonces se hizo la luz que oscureció su esperanza: « ¡Guarde usted ese documento, no queremos saber nada de él», ripostó como un rayo el general mambí. Y a una pregunta del «pacificador» desconcertado, el tajante no: «No nos entendemos», ripostó más enfático Antonio Maceo.
Después de eso, y hasta hoy, las horas de peligro para Cuba no han sido pocas; y en ninguna faltaron arribistas, plattistas, anexionistas, zanjoneros que, en busca de fama, plata y comodidad, cumplen la orden de calumniar a la patria, la venden, y hasta piden para ella una agresión.
Pobres. En cada intento les aparece un Baraguá, que no es un punto en este archipiélago, sino un país todo; una voz que tampoco es la de un hombre, sino de un pueblo entero: ¡Guarde usted esa farsa, «no nos entendemos»!