En la sede municipal del Partido en Cárdenas cuelga una enorme bandera cubana. Todavía sus funcionarios, choferes y empleados comentan cómo la defendieron el domingo de un intento de asalto. La joven dirigente partidista que me acompaña cuenta: «Inicialmente éramos solo 15 personas, y ellos muchos más, pero no los dejamos entrar». La luz del orgullo brilla en sus ojos.
«Resistimos hasta que llegó nuestra gente y la policía acordonó la entrada». Veo un video en el que los provocadores incitan a la violencia y vuelcan un auto frente a la puerta principal, mientras los policías permanecen ecuánimes. Recorro las calles. Todavía pueden apreciarse las vidrieras rotas de las tiendas que fueron saqueadas. La verdad es que el objetivo era provocar, crear desorden, miedo. Rodearon el Hospital de Cárdenas, y apedrearon la Sala Infantil. Hasta allí fui.
La doctora Yulien Rodríguez Gómez todavía no se recupera: «Fue aterrador, arremetieron contra el hospital como si fuésemos responsables de la situación epidemiológica, fue muy desagradable, pero lo importante es que no hubo lesionados y que ningún niño fue afectado».
En la sala, las cunas, los niños, los dibujos en las paredes, remiten al hogar ausente. La madre o el padre custodia lo más sagrado de sus vidas. Líber Brito es cuentapropia, tiene a sus dos hijos ingresados, de 11 y 12 años, uno es hipertenso y convulsionó, «fue una pesadilla», me dijo; el otro ha tenido fiebre alta y dolores musculares. «Vivimos un momento tenso –recuerda–, los padres corrían con sus niños; tiraron piedras por aquel lado, esas cosas hay que repudiarlas, son asesinos, eso no se le hace a un hospital ni a los enfermos, ¡el que quiera combatir, que se alce en una loma!», exclama indignado.
Lázaro Herrera Suárez sale de alta con su hijo. Me dice: «Los médicos tratan muy bien a los niños, todo el tiempo arriba de ellos para que mejoren, lo dan todo y con el mío ya lo lograron». Entonces recuerda los sucesos de aquella tarde: «Yo estaba cuidando al niño y salí con otros padres a defender el lugar para evitar que entraran, fue un acto de cobardía por parte de ellos».
La enfermera general Jessica Urquía Fonseca, de 25 años, también vivió la angustia de ese momento: «Cuando empezaron a lanzar piedras, las madres entraron en pánico, aquello fue horrible. Se refugiaron en el baño con los niños, algunos chiquillos y algunas madres tropezaron y se cayeron, otros lanzaron piedras por la parte de los adultos, hasta que los militares salieron».
La doctora Yulien resume su criterio: «No creo que un acto así sea necesario, ni justo, ni digno, ni humano, esa no es forma de defender los intereses de nadie, esta es una institución de Salud, y eso puede hacerse de forma pacífica mediante el diálogo, como siempre ha hecho la familia cubana».
Cuando mi acompañante me habló de que la directora de un policlínico también había sido amenazada, quise pasar a verla. En todos los centros he encontrado a muchos jóvenes y a muchas mujeres guapas. Y cuando se escarba un poco, a veces emergen historias de vida que conforman el entramado oculto de la historia de la Revolución. Eso me pasó con la doctora Jersy Rodríguez Conte, de 38 años.
La Revolución me salvó, empezó diciéndome de forma enigmática. A los 18 años, cuando concluía los estudios preuniversitarios, quedó embarazada. No pudo acceder a la universidad. Fue madre adolescente. Pero la Batalla de ideas que Fidel desplegó para recuperar a jóvenes desconectados del estudio y del trabajo, la alcanzó.
Supo aprovechar esa segunda oportunidad. Terminó el curso de superación y matriculó la carrera de Medicina en Guantánamo, de donde es oriunda. Inició el servicio social en San Antonio del Sur, pero se casó con un cardenense y se trasladó a esta ciudad. Terminó el servicio en el municipio de Martí. Empezó a trabajar en el Policlínico Fajardo y se enroló en una misión internacionalista que la llevó hasta el Amazonas brasileño.
«Yo soy una persona que me acostumbro fácil al medio en el que estoy trabajando o donde estoy viviendo –dice y rememora el año y medio que atendió a 11 comunidades indígenas del territorio–, la enfermera brasileña que me pusieron fue primordial para poder adaptarme, pero después yo misma jugaba fútbol con ellos, y los entendía de cierta forma, porque tuve la experiencia de llevarlos a los turnos médicos de los hospitales privados, e incluso de los públicos, y ver cómo los menospreciaban, si había muchas historias clínicas de pacientes en espera, y la del indígena estaba arriba porque había llegado primero, la ponían abajo. Y cuando defendías el derecho indígena siendo cubana, ellos se sentían muy agradecidos. Me decían: es la primera vez en mi vida que venimos con un médico o una enfermera y nos apoya». Bolsonaro no quería ese ejemplo de altruismo y expulsó a las brigadas cubanas.
Regresó a su policlínico. Fue vicedirectora de asistencia médica y después, directora. Convirtió a su personal, hasta entonces disperso, en un compacto equipo de trabajo, en el que todos sabían lo que tenían que hacer. Halaban parejo. Entonces la promovieron como directora de otro policlínico más grande que necesitaba ser renovado. Eso fue en mayo. Su policlínico atiende a 48 298 personas. La empezaron a llamar por teléfono voces desconocidas y amenazantes: vamos a lanzarle piedras al policlínico y entraremos a él. Informó a la policía de las amenazas, pero no interrumpieron el trabajo. Un día se reunió un grupo de gente que vociferaba frente al policlínico, pero salieron los trabajadores de vectores (y ella con ellos) a defender el centro. Se dispersaron rápido, en cinco minutos. La doctora Jersy sonríe. La Revolución le salvó la vida, pero no ahora, sino aquella vez que le tendió la mano y le dio como joven, como mujer, una segunda oportunidad.