En la Cuba del verano de 1994 el panorama económico tras el impacto de la desaparición del comercio con la URSS, que había arrasado con más de un 70 % de los ingresos en divisas del país, no podía ser peor.
Los cortes de electricidad se prolongaban más de 12 horas, una menguada alimentación convirtió una letanía de la telenovela de turno –“niña, saluda a tu novio”– en sinónimo de arroz con frijoles, el plato con más frecuencia disponible, junto a inventos criollos como el picadillo de soya y la pasta de oca, mientras el acceso a las pocas cafeterías que vendían hamburguesas se distribuía por CDR, con prioridad para embarazadas y ancianos. El transporte público prácticamente había desaparecido, para ser sustituido por el uso masivo de la bicicleta, en contradicción con una alimentación que había ido menguando día tras día. Solitarias latas de almejas en las vidrieras fueron el último testimonio de un mercado estatal en pesos cubanos que antes complementaba satisfactoriamente la llamada libreta de abastecimiento.
Desde el 26 de julio de 1993 se había despenalizado el dólar, y la minoría con acceso a él la pasaba un poco mejor, aunque los cortes eléctricos impactaban en todos por igual. Los parlamentos obreros, llamados así por Fidel con toda intencionalidad clasista, habían aprobado una serie de medidas que, a la postre, revaluarían el peso cubano que se cotizaba por esos días a 150 por dólar, y posibilitarían emprender la recuperación; pero en esos momentos la desesperanza, la irritación y el descontento podían hacer masa crítica para lo que en Miami llevaban décadas anhelando, y un periodista, que aún tiene la dureza facial para continuar publicando artículos en medios como El Nuevo Herald, pensó que se consagraría escribiendo un libro titulado La última hora de Fidel Castro.
Desde hacía varias semanas los secuestros de embarcaciones alentados por las emisiones de radio desde Estados Unidos habían ido creando una tensa situación en los municipios cercanos al puerto de La Habana. En la mañana del 5 de agosto de 1994, en la sede del Comité de la UJC en la provincia, discutíamos apasionadamente si debíamos o no pasar de la denuncia a la movilización, cuando la realidad impuso su ritmo y decidimos dirigirnos hacia el Comité Nacional de nuestra organización, enclavado justamente a la entrada de la Avenida del Puerto.
El primer estremecimiento fue cuando vi a una mujer gritarle a alguien que pasó delante de nosotros por la calle San Lázaro, rumbo a La Habana Vieja, en el sidecar de una motocicleta:
”Quítate ese pulover que te van a matar”. Ella, sin duda, pensó que en esas circunstancias las palabras escritas en la ropa de aquel hombre podían hacer la diferencia entre la vida y la muerte, y yo, que iba con una muda camisa a rayas, pero muchas veces había gritado lo que el pulóver del hombre decía, la miré un momento, no sin susto, pensando en que el logo que exhibía el vehículo en que nos trasladábamos nos podía deparar igual destino que el que le auguraba, la aterrorizada transeúnte, al acompañante del motociclista que nos había antecedido por las antes tranquilas calles centrohabaneras.
Algunos contenedores de basura, supongo colocados por los que iniciaron los disturbios, intentaban cortar el tráfico, pero llegamos hasta nuestro destino. En las inmediaciones del Comité Nacional de la UJC (Avenida de las Misiones, Prado y Avenida del Puerto, y el Parque Máximo Gómez) se veían muchas personas que, obviamente, por lo que gritaban, no estaban de nuestro lado; otras, en rol de curiosos, observaban en silencio, y un solitario policía disparaba al aire, mientras protegía su carro patrullero, parqueado junto al Castillo de La Punta.
El grupo que se había concentrado allí –cuadros y trabajadores de distintas dependencias de la UJC, entre los que me encontraba– comenzó a desplazarse gritando consignas revolucionarias, de las cuales la más repetida era ¡Viva Fidel! Aún en minoría, comprobamos cómo íbamos ganando terreno, unos observaban en silencio y otros retrocedían, las piedras llovían a nuestro alrededor, pero nadie se nos enfrentaba directamente, y así llegamos hasta la esquina de Prado y Malecón, a donde vimos arribar camiones del Contingente Blas Roca, uno de sus integrantes después supimos que perdió un ojo ese día, impactado por objetos que le lanzaron desde un edificio cercano.
Subiendo por Prado, la situación era confusa. Miles de personas ocupaban la calle, cuando varias voces empezaron a hablar de que por ahí venía Fidel. Fueron pocos segundos hasta que, efectivamente, los tres jeeps verde olivo, cubiertos de tela y absolutamente vulnerables a cualquier violencia, desembarcaron en medio del tumulto, y el Comandante bajó del segundo de ellos. Por arte de magia desaparecieron las piedras y un rugido enorme inundó nuestras gargantas, ya para siempre seguras de la victoria: “¡Fidel!, ¡Fidel!”. En medio de aquella masa incontrolada cualquiera podía llegar a menos de un metro de su persona para violentarlo y disparar el odio inoculado durante tanto tiempo por las mentiras y la propaganda, pero allí estaba: sereno, hablando pausadamente y en voz baja, preguntando por la situación en otros lugares cercanos, diciendo que los muertos era preferible que los pusiéramos nosotros, y seguramente pensando ya en el contragolpe que le daría al imperio, para una vez más convertir el revés en victoria. Fue allí donde comenzó una sistemática ofensiva contra la política de Estados Unidos hacia Cuba, que continuaría en varias comparecencias televisivas que pondrían a la defensiva al Gobierno de Bill Clinton, y lo obligarían a firmar en breve un acuerdo migratorio.
Apenas una semana después, el 13 de agosto, día de su cumpleaños, la UJC organizó en la misma esquina de Prado y Malecón un concierto en el que varios de los músicos participantes terminaron sus interpretaciones con el mismo ¡Viva Fidel! que había resonado días antes en aquellas horas tremendas. En el primer aniversario de aquellos hechos, hablando en el mismo lugar, el Comandante clausuraría una marcha que, como parte del Festival Internacional Juvenil de Solidaridad Cuba Vive, había recorrido el litoral habanero desde la calle G hasta La Punta. En sus palabras, convocó a retomar los Festivales Mundiales de la Juventud y los Estudiantes, como escenario de lucha por la paz y la solidaridad antimperialista. Los jóvenes asistentes, como en el Cuba Vive, se alojarían en las casas de los habaneros, y compartirían con ellos una semana de actividades políticas y sociales. El contragolpe fidelista seguía avanzando y, como de costumbre, no se conformaba con resistir al imperialismo ni vencerlo en Cuba. Su campo de batalla era el mundo, y ahí le disputaba una vez más la hegemonía.
El pasado 11 de julio recordé aquel 5 de agosto, cuando en la esquina habanera de Galiano y Neptuno vi llegar y alzarse –junto a quienes encabezados por el Héroe de la República y coordinador nacional de los CDR, Gerardo Hernández, defendíamos en ese lugar la Revolución– una foto de Fidel: El aplauso total y el nombre repetido hace 27 años en Prado y Malecón brotó con la misma fuerza de entonces, y no miento si digo que vi, ante la imagen del Comandante rodeado de banderas cubanas, retroceder a un grupo de quienes venían de fracasar en el intento de tomar el Capitolio de La Habana, y desistir de ascender por la calle Neptuno.
Y es que el contragolpe fidelista sigue vivo y nos acompaña en las batallas de hoy. Volví a recordarlo cuando, en las olimpiadas de Tokio, Julio César La Cruz dijo exactamente lo que aquel pulóver que llevaba el compañero desconocido al que gritaron “te van a matar”: ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos! (Foto: Granma)