En Cuba no hay monumentos consagrados al líder indiscutible de la Revolución, Fidel Castro, salvo la sencilla roca donde reposan sus restos en el cementerio de Santa Ifigenia, muy cerca del mausoleo de José Martí. Ese es un lugar sagrado de la Patria, destino de peregrinación, espacio para el homenaje a las dos cumbres del pensamiento y la acción revolucionaria en Cuba.
Fidel Castro asumió a José Martí como maestro y guía e hizo suyas muchas de las aspiraciones del Héroe Nacional para concretarlas en un ejercicio político ejemplar. El legado mayor de Fidel fue el anhelo por el que luchó Martí hasta su último día: la dignidad plena de un pueblo, sustentada en una libertad y una soberanía esenciales.
Fidel Castro predicó con el ejemplo. Escogió un camino de esfuerzos y sacrificios personales. Entendió su entrega como un deber. No buscó frívolos reconocimientos. Ligó su itinerario vital a la gesta de su nación. Fue un líder, en el más elevado sentido del término.
No en vano su proyección es universal. Fue uno de los grandes pensadores latinoamericanos del siglo XX, pero su obra es fundamentalmente concreción meridiana. No fue un teórico de gabinete. Fue un estratega práctico. Fue un constructor. Un soldado de sus ideas, que fueron síntesis de las más progresistas corrientes de su tiempo. Fue un visionario. Un hacedor de consensos.
No hay un ámbito de la vida nacional que no contara con los aportes de Fidel Castro. Y esa omnipresencia mítica era orgullo y satisfacción de la mayoría de los cubanos. «Esto no lo sabe Fidel, si lo supiera, no estuviera sucediendo, él lo resolvería» —solían decir sus conciudadanos ante problemas puntuales, de mayor o menor envergadura. Era la expresión de la confianza de un pueblo en su dirigente. Muestra de un extraordinario capital político. Y lo consiguió sin demagogia, sin mentiras, sin paños tibios. De hecho, era capaz de convertir potenciales reveses en victorias morales.
Pero, contra lo que piensan algunos, su indudable carisma no era su principal herramienta. Lo eran el trabajo cotidiano, el estudio, el análisis profundo, el debate... Fidel, que hablaba mucho, sabía escuchar. Era un organizador nato. Y un hombre sensible.
Los grandes emblemas de la Revolución Cubana tienen la impronta indeleble de Fidel. La educación y la salud gratuitas y universales. El acceso democrático a la cultura. El deporte como derecho de la ciudadanía. El desarrollo de la ciencia. La independencia y la defensa efectiva de la nación. La coherencia en el escenario internacional...
A los que pensaron que era un hombre aferrado al poder les dio una lección ejemplar: confió en la continuidad de un proceso revolucionario y preparó el relevo. Pero ni siquiera alejado de las estructuras gubernamentales efectivas se desentendió de los grandes desafíos de su país y el mundo. Fue fiel a su convicción de que un revolucionario mantiene su lucha hasta el último día.
Por eso no asombra que, a años de su desaparición física, grandes deportistas sigan dedicándole sus triunfos. Que siga siendo inspiración de escritores y artistas. Que tantos agradezcan sus desvelos por el desarrollo de un polo científico (las vacunas contra la Covid-19 son, en alguna medida, obra de Fidel).
No asombra que Fidel Castro sea símbolo para millones de cubanos. No hacen falta grandes monumentos para honrar su memoria. A 95 años de su nacimiento, Fidel es presencia. Su pueblo lo mantiene activo.