Tres rebeldes son apresados por el ejército de la dictadura batistiana, en medio de la noche y de un terreno cenagoso, en los momentos posteriores al desembarco del Granma y la derrota temporal de Alegría de Pío. La fatiga de sus rostros, y las ropas raídas, denotan la acumulación de varias jornadas errantes. Más de una vez inquieren sus captores: ¿Dónde está Fidel?, en busca de alguna información que les permita dar con el paradero del líder revolucionario. Y cada uno va respondiendo, pese a la angustia de los planes frustrados, del reciente desastre, de la incertidumbre de no saber la suerte corrida por su jefe, pero con la seguridad y firmeza de quien confía en la justicia de la causa que defiende: ¡Yo soy Fidel!

El diálogo de esta escena de ficción, recreado en la película de culto “Soy Cuba”, coproducción cubano-soviética de 1964, con guión de Enrique Pineda Barnet y Evgueni Evtushenko, y dirección de Mijail Kalatozov, encontraría 52 años después una especie de versión real en un instante trascendental de la historia cubana. La misma pregunta, formulada esta vez por el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, tuvo idéntica respuesta desde el pueblo congregado en la Plaza de la Revolución José Martí el 29 de noviembre de 2016, como parte de las honras fúnebres al Comandante en Jefe de la Revolución cubana.

Así empezó a surgir, de manera espontánea, aquel clamor, como una fuerza telúrica desde lo más hondo del pueblo, sobre todo desde los jóvenes: “Yo soy Fidel”. Fue también la respuesta para los que se hacían ilusiones en una derrota de la Revolución ya sin Fidel, una declaración de fe del pueblo cubano en un momento de dolor y pérdida, y un grito de combate para continuar su obra.

El enemigo nunca pudo con Fidel en vida y, al final, vencido tantas veces, terminó por rendirse ante la evidencia. Apostó entonces por una solución “biológica”, esperar que la caída de la Revolución se produjera tras la muerte de su dirigente histórico. No calculó cómo ha prendido en el corazón de los cubanos la fuerza del ejemplo de Fidel.

La posteridad de las grandes personalidades históricas casi nunca es sencilla. Cada quien se apropia de su legado desde una perspectiva propia, y de ahí pueden brotar disímiles interpretaciones. En ese sentido, la consigna salida del pueblo durante su sepelio, ese Fidel repartido en millones de voces y almas pudiera dar cuenta también de la complejidad de un legado en disputa, en la que intereses distintos dentro del campo revolucionario, intentan apoderarse de su herencia e imagen a conveniencia, en defensa de agendas propias. Así, los que desearían cambiar lo que no debe ser cambiado, tanto como los que no quisieran cambiar lo que sí debería transformarse, no tratándose necesariamente de grupos distintos, pudieran tratar de usar a Fidel para sus propósitos.

La ejecutoria de Fidel durante más de 50 años al frente de un proceso revolucionario con miles de obstáculos, contradicciones y complejidades, en medio de coyunturas muy diversas y cambios bruscos en la arena internacional, obligaba a énfasis y prioridades distintas en cada momento. Su flexibilidad táctica con frecuencia descolocaba a propios y extraños, porque era capaz de hacer giros repentinos, obligado por circunstancias cambiantes, en su mayoría adversas, que modificaban o revertían políticas anteriores, pero siempre en función de objetivos estratégicos y apegado a principios inalterables. En otras ocasiones, los cambios no obedecían a imperativos coyunturales, sino a la rectificación y la autocrítica. El observador superficial, o el rígido dogma, pudiera perderse fácilmente en la extraordinaria capacidad dialéctica de Fidel, e intentar apoyarse en citas aisladas, sacadas de contexto, para apuntalar posturas que en realidad, nada tienen que ver con las esencias de su pensamiento y su praxis. Fidel nunca podrá estar al servicio de intereses burocráticos y corruptos, que solo busquen usarlo para medrar en provecho propio.

Yerra, pero consuela, dijo Martí, que quien consuela nunca yerra. Y si algo estuvo en el centro del recorrido vital de Fidel, hasta su último suspiro, fue su afán de consolar, de sanar, de arrebatarle cadenas a la existencia humana, de luchar siempre, sin descanso, por una vida plena, de dignidad, libertad y justicia para todas las personas. El lugar de Fidel sigue estando en el bando de los que continuamos esa lucha, frente a la agresión imperialista y frente a aquellos que quisieran retrotraer a Cuba a un pasado disfrazado de futuro, donde sean normales la desigualdad y la explotación. En esa batalla frente a los peligros de restauración del capitalismo, y por la profundización de la alternativa socialista cubana, Fidel, como dijo Martí de Bolívar, tiene mucho que hacer todavía.

Flaco favor le haríamos entonces a Fidel, y a nosotros, con su deificación. Él mismo quiso contribuir a evitarlo antes de su muerte con la prohibición de que se le levantaran monumentos. No podemos permitir que su pensamiento se convierta en un catecismo para ser repetido, sino un instrumento vivo, para dialogar y debatir con él, para enriquecerlo y que siga siendo útil en circunstancias nuevas. En palabras de Fernando Martínez Heredia:

“Para sacarle provecho a Fidel, tenemos que evitar repetir una y otra vez lugares comunes y consignas. Conocer más las creaciones y las razones que lo condujeron a sus victorias, las dificultades y los reveses que Fidel enfrentó, lo que pensó sobre los problemas, sus acciones concretas, puede aportarnos mucho, y de esa manera será más grande su legado”.

La deificación de los grandes es una forma de condenar su legado a la esterilidad más absoluta, a la inutilidad. Convertirlos en una especie de santos, arrinconados en un altar para ser venerados y ponerles flores, reducidos a la función de justificación y legitimación de lo existente, equivale a fosilizarlos y hacerlos inofensivos, en tanto no interpelan la realidad. El pensamiento de Fidel debe estar en el centro del combate, lejos de rituales y sitios de adoración. Debe servirnos para examinar con profundidad y rigor la sociedad que estamos construyendo, para dar cuenta de sus avances, pero también de sus contradicciones y retrocesos. Su legado no puede ser entre nosotros adorno o aval, sino herramienta útil para hacer avanzar el socialismo dentro de la transición.

El mejor homenaje a Fidel no es la alabanza hueca, sino el estudio a fondo de su ideario y praxis, y su conversión en arma. Solo a quien le interese recortar el potencial movilizador y subversivo de Fidel para desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional, y profundizar la obra de la Revolución frente a los enormes obstáculos que se le levantan, le resultaría conveniente convertirlo en un objeto de culto, de museo o de liturgia.

Fidel siempre será un aliado, un compañero, nuestro jefe, en la lucha contra las malezas que pretenden enredar nuestros machetes en las cargas que todavía faltan por la conquista de toda la justicia. Su sobrevida estará para siempre en la autoría intelectual de nuestros sueños y proyectos, nuestras batallas y victorias.