Un cartel: “Área estéril” anuncia la entrada a la sala de cuidados intensivos pediátricos del Hospital Provincial General Docente “Dr. Antonio Luaces Iraola” de Ciego de Ávila. Manos firmes –más sensibilidad y saberes adquiridos por años– sostienen a los niños que llegan a este lugar.

Un cartel: “Área estéril” anuncia la entrada a la sala de cuidados intensivos pediátricos del Hospital Provincial General Docente “Dr. Antonio Luaces Iraola” de Ciego de Ávila. Manos firmes –más sensibilidad y saberes adquiridos por años– sostienen a los niños que llegan a este lugar.

Detrás de las puertas de esta sala late una historia de humanidad. Nacida el 29 de septiembre de 1982 por voluntad de Fidel Castro tras la trágica epidemia de dengue que segó más de cien vidas infantiles, esta unidad se convirtió en bastión de esperanza en el centro médico avileño. Aquí no se trabaja, se vive la medicina.

Los días de la Dra. Diana Luisa Mendoza Moreno, pediatra con 30 años de experiencia y jefa de servicio de la sala, transcurren entre monitores, ventiladores y una férrea voluntad de salvar vidas. Su mirada experta ha visto pasar generaciones de niños, algunos convertidos ahora en padres que regresan con sus propios hijos. “Nadie se acostumbra a la muerte”, confiesa y recuerda el “Libro Rojo” donde antaño se registraban hasta 12 fallecimientos mensuales; hoy, menos de cuatro al año.

¿Qué hace falta para trabajar aquí? “Antes que diplomas, corazón”, sentencia la doctora mientras se ajusta el gorro quirúrgico.

“El objetivo de Fidel era establecer una red de salas de terapia intensiva en todo el país, y esta unidad fue una de las primeras en inaugurarse. Desde sus inicios, el servicio ha contado con personal altamente especializado. Para trabajar aquí, no basta con ser médico o enfermero; es necesario formarse específicamente en cuidados intensivos pediátricos. Aunque ya no quedan fundadores en activo, muchos llevan décadas dedicados a esta labor”, cuenta a Cubadebate la doctora Diana.

Se graduó de medicina en 1990, se especializó en pediatría y, en 1995, viajó a La Habana para realizar un entrenamiento nacional en terapia intensiva pediátrica, ya que en aquel momento solo existían centros acreditados en La Habana, Villa Clara y Holguín. Ese mismo año, se incorporó a la sala del Antonio Luaces Iraola, donde lleva más de tres décadas trabajando. “Aquí me formé como intensivista y consolidé mi carrera como pediatra”, enfatiza.

La doctora recuerda al primer jefe de servicio fue el Dr. Héctor Gómez, ya fallecido, quien sentó las bases de esta unidad. Otra figura clave es la Dra. Caridad Nurkes Gómez, formada en Holguín y una de las fundadoras. Ella fue su mentora, la persona que la guió en sus primeros pasos en la terapia intensiva, y hoy sigue aportando su experiencia como profesora consultante del servicio.

Dra. Diana Luisa Mendoza Moreno, pediatra con 30 años de experiencia y jefa de servicio de la sala. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate

Si preguntas cuáles son las características del personal de la sala, Mendoza Moreno dice que lo primero y más importante es el amor a los niños.

“Siempre les inculcamos a los jóvenes profesionales que estos niños deben ser tratados como si fueran parte de nuestra propia familia. La forma en que nos gustaría que nos trataran a nosotros, así debemos tratarlos a ellos, especialmente porque los niños son seres indefensos. Si nosotros no los cuidamos con dedicación, ¿quién lo hará?”.

La especialista considera que antes que cualquier habilidad técnica, debe existir amor genuino por los niños. “Solo después vienen todas las demás cualidades profesionales: la búsqueda constante de superación, la excelencia clínica, la actualización médica. Pero el cimiento es el afecto y el respeto a las familias”.

La doctora Diana confiesa que tiene un principio personal que siempre comparte: tuvo la dicha de ser pediatra e intensivista antes de ser madre, y luego continuó siéndolo después de serlo. Esa experiencia, refiere, le enseñó que la maternidad da una perspectiva completamente diferente.

“Nadie puede medir el cariño de una madre por su hijo, cada una lo expresa de manera única. Por eso, respetar a las familias es crucial, porque nadie conoce mejor a un niño que su madre. Hoy día, con los cambios sociales, a veces es otro familiar, incluso un vecino, quien acompaña al pequeño, y eso puede hacer que el niño se sienta más vulnerable. Si nosotros, como equipo, no les brindamos protección y afecto, ¿quién lo hará?”, repite la pregunta.

Este es, precisamente, el principio rector de la sala de cuidados intensivos pediátricos. “Aunque hoy hay muchas caras jóvenes en el servicio, todos han aprendido esta filosofía. Puedo decir con orgullo que aquí, cada profesional – desde los más experimentados hasta los recién llegados– trabaja con ese amor que marca la diferencia entre un tratamiento bueno y uno verdaderamente excepcional”.

A la siguiente pregunta, la doctora responde con determinación: “Existe la creencia errónea de que quienes trabajamos en terapia intensiva nos acostumbramos a la muerte. La verdad es que nunca lo haces. Lo que sucede es que, con el tiempo, desarrollas la capacidad profesional de identificar qué pacientes tienen mayor riesgo de fallecer. Ante esos casos, activas mecanismos de defensa emocional: intentas ayudar desde la empatía, enfocándote en hacer ese tránsito menos doloroso para la familia. Pero decir que uno se adapta a la muerte sería mostrar insensibilidad. De hecho, hay compañeros que prefieren no estar presentes en esos momentos, precisamente, porque el dolor es acumulativo, especialmente cuando se trata de niños”.

En nuestro servicio llevamos un registro minucioso, explica. “Todos los ingresos se anotan en el Registro de Morbilidad, una práctica común en todas las terapias intensivas del país. Pero aquí tenemos además un documento histórico: el Libro Rojo, llamado así por su encuadernación colorada hecha en imprenta. Hace poco, mientras preparábamos un estudio sobre la evolución de la morbilidad en el servicio, alguien del equipo veterano dijo: ‘No saques el Libro Rojo’. La razón es impactante: cuando comencé a trabajar aquí, en un solo mes fallecían 12 niños. Hoy, en todo un año, no perdemos ni cuatro pacientes”, dice y no puede ocultar la satisfacción de esta disminución en la mortalidad.

Actualmente, los fallecimientos que registran suelen ser casos con pronósticos muy complejos desde el inicio: recién nacidos con menos de 1000 gramos de peso que pasan meses en neonatología, o pacientes con condiciones sociales críticas.

“Contrasta enormemente con épocas anteriores, cuando veíamos llegar niños con infecciones fulminantes como meningoencefalitis que fallecían en cuestión de horas. Los accidentes siguen siendo casos que nos impactan profundamente, porque ocurren de forma abrupta. La muerte no es algo a lo que te acostumbras; aprendes a enfrentarla, pero nunca deja de doler. Y duele más cuando son niños”.

La doctora tiene presente los nombres de la mayoría de sus pacientes; algunos han marcado su carrera. Recuerda especialmente a Rochelle, una niña aparentemente sana que desarrolló una miocarditis aguda con insuficiencia cardíaca severa.

“Estuvo tres meses con nosotros, conectada a ventilación mecánica, en una batalla con pronóstico incierto. Hoy está en casa, jugando como cualquier niño. Casos como el de Melody, o aquel paciente quirúrgico que ahora es padre, o Madison y José Manuel (este último con malformaciones intestinales complejas), demuestran que detrás de cada estadía prolongada hay una historia de lucha. Recordamos sus nombres, sus rostros, sus batallas”.

El impacto de su trabajo se refleja en detalles conmovedores. Recientemente, una publicación en redes sociales sobre su sala generó un comentario emotivo: una madre reconoció a Camila, una enfermera del servicio, porque recordaba cómo había cuidado a su hija.

Esto ilustra algo fundamental: en terapia intensiva, el personal de enfermería es el alma del servicio. Son ellos quienes alimentan, bañan, visten y hasta hacen moños a los pequeños; quienes establecen ese vínculo cotidiano que las familias nunca olvidan. Un médico puede indicar tratamientos, pero sin enfermeros, no hay cuidado intensivo real. Su labor humaniza nuestra ciencia”.

Entre las principales limitantes, la doctora Diana habla de la escasez de personal sanitario. “Enfrentamos una situación extremadamente difícil: en el área de enfermería, nuestra plantilla ideal debería contar con 35 profesionales, incluyendo a la licenciada Blanca, nuestra jefa de enfermería. Sin embargo, en estos momentos solo disponemos de 16 enfermeros en activo. Estos profesionales realizan turnos extenuantes de 24 horas de trabajo continuo por 48 horas de descanso. La semana pasada tuvimos ocho pacientes simultáneamente conectados a ventilación mecánica, lo que requirió un esfuerzo extraordinario”.

En el equipo médico, la situación es igualmente compleja. La plantilla formal debería incluir al menos nueve médicos de diferentes categorías, pero actualmente solo cuentan con cuatro especialistas.

“Aunque como jefa de servicio no formo parte oficial de la plantilla asistencial, en la práctica cumplo las mismas funciones clínicas que cualquier otro médico del equipo. Los turnos médicos son igualmente agotadores: 24 horas de guardia por 72 de descanso, y durante el período vacacional se intensifican a 24 por 48”.

Si bien reconoce que trabajar bajo estas condiciones es sumamente difícil, asegura que el compromiso del equipo es inquebrantable. “Implementamos estrategias para organizar los descansos y mantener la calidad de la atención, aunque la realidad es que la situación del recurso humano ha alcanzado un punto crítico”.

***

Sala de cuidados intensivos pediátricos del Hospital Provincial General Docente “Dr. Antonio Luaces Iraola” de Ciego de Ávila. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate

El camino hacia la medicina pediátrica de la doctora Diana comenzó en La Trocha, una zona rural entre Júcaro y Morón, específicamente en el poblado conocido como Pitajones. “Mi familia ha vivido allí desde 1934, cuando mi abuelo estableció su finca. Desde muy pequeña mostré una inclinación natural hacia el cuidado de los demás”.

Recuerda que sus primeros juegos eran kits de enfermería que venían con los juguetes. A los cinco años le decía a su madre que quería ser “inyectora”, aunque dice que en su familia no había ningún antecedente médico.

La inspiración definitiva llegó a los ocho años, cuando los doctores Jorge Rubí y Matilde Carvajal, médicos camagüeyanos, llegaron al municipio de Venezuela para realizar su servicio social. “La Dra. Carvajal, en particular, se convirtió en mi modelo a seguir: después de especializarse en pediatría, cumplió misiones internacionales en Irán, Irak y Argelia. Su dedicación y profesionalismo me mostraron el camino que quería seguir”.

Al terminar el preuniversitario, su madre se opuso a que estudiara medicina. “Como única hija mujer entre tres varones, temía que la carrera me alejara de la familia. Pero la vocación era más fuerte”.

La especialista asegura que nadie le inculcó el amor por la medicina, sino que nació al ver el ejemplo de aquellos médicos que dedicaban su vida a cuidar a otros.

Ingresó a la facultad de medicina en 1984. Después de graduarse en 1990, hizo su servicio social en Venezuela, la especialización directa en pediatría y un año de formación en terapia intensiva en La Habana.

Cuenta que su hija decidió no seguir sus pasos. “Un día me dijo ‘Mami, no quiero ser médico como tú’, y respeté profundamente su decisión porque la verdadera vocación médica, especialmente en pediatría, no puede ser impuesta: debe nacer del amor genuino por cuidar a los demás”.

La doctora Diana está consciente que el trabajo en su sala no es solo sobre batallas médicas, sino sobre el amor que transforma estadísticas en historias. La de Rochelle, que tras tres meses conectada a un respirador hoy corre en un parque; o la de José Manuel, cuyo megacólon congénito lo llevo hasta la UCI pediátricos. Es un quehacer sostenido por enfermeras como Camila, que hace moños colorados que alegran las mañanas de los pequeños pacientes.

La doctora Diana y su equipo reafirma que la excelencia médica se mide no solo en tasas de supervivencia, sino en sonrisas recuperadas, en familias reconfortadas, y en profesionales que cambian turnos agotadores por la satisfacción de salvar una vida.

Sala de cuidados intensivos pediátricos del Hospital Provincial General Docente “Dr. Antonio Luaces Iraola” de Ciego de Ávila. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate

En video, la Dra. Diana Luisa Mendoza y su equipo en la UCI Pediátrica de Ciego de Ávila