Llega el segundo domingo de mayo y, de nuevo, toca la pandemia a la puerta. Que pase, pues, la endemoniada, la tantas veces embestida, la que no queremos a pesar de su insistencia, a ver qué encuentra tras ella.
En el hogar, la madre amanece. Como el revuelo de un ave son sus más tempranos pasos. Junto al olor del café florecen sus pensamientos. «Otro día de batalla», se dice. Y a emprenderlo se dispone.
Ella puede ser la doctora de la familia, a la que se le han sumado más frentes de salud que los habituales; o la seño del círculo, donde están los pequeños cuyas madres, a su vez, son puntales en otros centros; o la maestra que debe comprobar, casa por casa, cómo están trabajando sus niños desde las orientaciones televisivas que procuran mantener viva la chispa del conocimiento; o la trabajadora comercial que vende productos en algún establecimiento.
Las hay en la zona roja, permaneciendo por semanas lejos de los suyos, para quitarles a los enfermos este mal que dura tanto; también están en las fábricas, o en los campos, sembrando o recogiendo alimentos para la mesa del pueblo; algunas, frente a su máquina, escriben noticias; otras, desde sus propias casas, actualizan documentos, preparan clases, buscan el modo, desde el teletrabajo, de cuidar y cuidarse, sin que su labor se trunque, resueltas a aportar.
Antes de emprender la marcha que entraña disponerse a trabajar, otras carreras tienen ganadas las madres, que saben, desde temprano, de frijoles en remojo, de horarios de teleclases; de a quién confiarán los cuidados de los que en casa los requieran; de controles exhaustivos de higiene; de exigencias y ropa limpia; incluso cuando estas sean faenas compartidas.
A ellas, tengan la edad que tengan, trabajen o disfruten ya su merecida jubilación, tocará también animar, como nadie, a los otros; sacudirse su cansancio emocional ante un entorno que al más ecuánime perturba; recomendar; insistir en las precauciones; hallar, de entre los posibles, los más dulces argumentos para que el hijo, que en la adversidad a su pecho acude, reciba de ella la más cálida respuesta.
Saben de sobra las madres que este domingo sagrado las vuelve a guardar en casa, y vuelve a ser difícil el encuentro deseado; el regalo afectuoso, que entre la escasez y la prudencia tendrá que esperar; el almuerzo compartido de las grandes familias. Pero no ignoran razones.
Saben que ya falta menos, que se alistan las vacunas, que todos los suyos en ello cuentan, que vienen días definitivos que habrá que vivir redoblando energías y esmeros, que más temprano que tarde serán pasado estas horas.
¿Alguien mejor que ellas podrá dar fe de días tremendos? ¿De dudas incontestables cuando el dolor las ha abatido? ¿De miles de modos de levantarse cuando el desaliento acecha?
Ni la rutina tortuosa de lo jamás vivido, ni la lobreguez de un tiempo que cambió el curso del mundo les segará la confianza. Procurar desalentarlas es, desde el intento, un chasco. No hay que buscar demasiado. Son madres cubanas.