Vivimos otro 14 de febrero, el segundo que nos llega en pandemia, con el rostro cubierto aún, y la esperanza de aniquilarla.
No pocos países celebran la fecha y disfrutan las mieles del día de los enamorados. Cuba, que vive tiempos duros –aunque también dichosos, debido al innegable control sobre el virus–, no entiende de desánimos. Mucho menos cuando en febrero le nacen nuevos amores, o digámoslo mejor, le llegan nuevos modos de hacerlos florecer.
El mes «elegido» para celebrar el amor acoge un proceso político que busca igualdad, inclusión y no discriminación, el de consulta popular del Código de las Familias, un documento que mucho se parece a la felicidad.
Es grato sentirse aceptado, que se nos contemple sin miramientos, que el examen y las actitudes acaricien, en lugar de hostigar; pero, ¿y cuando no es así a causa de elecciones personales debido a los diversos rostros con que se nos presenta el amor? ¿O cuando el modo de vida que nos proporciona plenitud difiere de la mal llamada «familia tradicional»?
Ante la diversidad, auténtica y real, es preciso, si queremos ser justos, actualizar lo ya estatuido. En pleno siglo XXI mucho se sufre aun a causa de prejuicios y dogmatismos. Personas hay que, queriendo compartir una vida con alguien, eligieron la mentira para sofocar un sentimiento que sería reprochado; que renunciaron a la dicha plena a la que convoca el amor, por evadir la censura mordaz, el desprecio, la exclusión, incluso de sus consanguíneos. El señorío de cada hogar debe y tiene que ser el amor.
¡Basta ya de absurdas desventuras! De sufrimientos para los mal vistos, dicho sea de paso, por quienes se creen dueños de una verdad y un pundonor que no les pertenece.
Preciso es desterrar, en aras de conseguir una sociedad mejor, los arcaísmos de un pensamiento anquilosado. ¿O es que no hemos sido testigos de seres que languidecieron ante el hijo o la hija, algún hermano o los padres mismos, a causa de enjuiciar sus maneras de ser felices?
No se puede borrar de un plumazo siglos de prejuicios y perjuicios que lastimaron al amor. Pero sobra el estatismo; se impone la acción. El amor, que agita los sentidos, no acepta barreras. No debe vivir en las sombras, salpicado por el azote de quienes no lo aceptan. Un sentimiento como ese, capaz de transformar el mundo, no quiere ceñiduras.
Debe el amor –venga del que sea y destinado a quien sea– brillar a la luz del día, sin más exigencias que las que decreta el corazón en el que vive.
A esto también arropa, entre muchos otros acápites, el Código de las Familias, un documento que, lejos de dañar, suma, contempla, respeta, acepta, gana, engrandece y dignifica al ser humano, ¿qué es, entonces, sino un legado protector del amor?