Después de enviar la orden de alzamiento a los jefes principales de la isla, José Martí marchó a República Dominicana a donde arriba el 7 de febrero de 1895. Habían transcurrido pocos días desde la firma de la Orden de Alzamiento el 29 de enero, y ya se encontraba en el fragor de los preparativos de la guerra. A pesar del revés sufrido con el fracaso del Plan de Fernandina y del estrecho cerco tendido por el espionaje yanqui y español, no se detuvo ante obstáculos ni adversidades y desde su llegada a la isla hermana recorrió varios sitios en busca de apoyo moral y material para la causa cubana.
En Montecristi, a donde había ido a reunirse con Máximo Gómez para partir hacia Cuba, conoció del alzamiento del 24 de febrero, y pocos días después, el 25 de marzo, suscribe el documento titulado El Partido Revolucionario Cubano a Cuba, conocido más comúnmente como Manifiesto de Montecristi, por la localidad dominicana donde se rubricó este documento programático de la etapa inicial de la Revolución de 1895 y su primer pronunciamiento general.
Como su denominación indica, el valor, la disciplina y los principios consustanciales al Partido Revolucionario Cubano creado en 1892, irían al escenario de la guerra que había estallado, y en esencia, expone con gran precisión las condiciones socio-históricas concretas determinantes para la reanudación de la insurrección armada, que era continuidad histórica de la gesta iniciada por Céspedes en el 68.
El mismo día que rubrica el Manifiesto junto con el General en Jefe del Ejército Libertador, José Martí escribe varias cartas, entre las cuales se hallan las que dirige a la madre, Leonor Pérez, al amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, a su discípulo y albacea literario Gonzalo de Quesada y Aróstegui y a dos niñas que quería como a hijas: María y Carmen Mantilla.
Se hace evidente el vínculo de estas cartas con el Manifiesto de Montecristi, sobre todo en lo concerniente al deber moral. En los umbrales del siglo XX, Martí vislumbra el carácter universal de la guerra que se iniciaría en 1895, y por ello comprende que su fin no puede ser solo alcanzar la independencia de Cuba y conseguir el equilibrio del mundo con la creación de un archipiélago libre, sino también lograr la confirmación de la república moral en América.
En el Manifiesto de Montecristi insistirá en el “alcance humano” de la “guerra sin odios” que se llevaría a cabo en Cuba y advierte: “Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno”.[2] La grandiosa tesis de la “guerra sin odios” que se consagra como principio en el Manifiesto de Montecristi, y tiene su manifestación práctica en la circular a los jefes mambises llamada “Política de la guerra”[3], tiene como punto de partida los lineamientos definitorios que nutren las concepciones políticas en José Martí.

El Manifiesto de Montecristi, José Martí.
A tales prevenciones arriba convencido de que la misión del organizador de la guerra necesaria no podía resumirse al cumplimiento de tareas materiales y de avituallamiento porque él mismo había advertido: “Cargar barcos puede cualquier cargador; y poner mecha al cañón cualquier artillero puede; pero no ha sido esa tarea menor, y de mero resultado y oportunidad, la tarea única de nuestro deber[…]”.[4] En Martí arraigó de forma peculiar la idea de que no existe política eficaz, al margen de valores e ideales enraizados en la condición humana; de hecho la palabra “hombre” es la que más se reitera en su obra política y literaria, y con esto continúa la tradición del pensamiento americano más genuino y revolucionario.
La concepción martiana de Revolución, más que un acontecimiento político puro, constituye una empresa cultural, por lo cual hace énfasis en la guerra “culta”, “generosa”, “entera y humanitaria”[5] que ha de emprender el pueblo cubano para alcanzar junto a su emancipación política, la humana[6]. Se propone rescatar los valores humanos de nuestras sociedades latinoamericanas a partir de un enfoque que sienta sus bases en la cultura, en la herencia del pensamiento de los grandes próceres de la libertad continental, en la defensa de la identidad nacional como autentico proceso formativo en pos de la consolidación de una individualidad que fructifique en bienestar común. No es casual que en la carta de despedida a su madre, antes de su partida a la guerra como soldado de la libertad[7], haya proclamado: “No son inútiles la verdad y la ternura”.[8]
Según el propio Martí, el Manifiesto de Montecristi fue apoyado y suscrito por Máximo Gómez, sin que el autor “escondiese o recortase un solo pensamiento suyo” y luego de escrito– dice– “no ocurrió en él un solo cambio; y […] sus ideas envuelven a la vez, aunque proviniendo de diversos campos de experiencia, el concepto actual del general Gómez y el del Delegado”[9], lo que pone de manifiesto la coincidencia de criterios entre los dos jefes revolucionarios.
El Partido Revolucionario a Cuba era un arma en la guerra de “pensamiento” que entonces se libraba por diferentes vías, con el fin de concertar voluntades, sortear peligros internos y externos y gestar desde la propia guerra, la república democrática y popular por la cual se estaría dispuesto a morir si fuera preciso.
El documento ponía de manifiesto el sentido fundador y unitario de la Revolución, planteaba que no se repetirían los errores que lastró desde sus inicios el ordenamiento democrático en el contexto de la primera independencia de la América española, y afirmaba que la guerra no era contra el español sino contra el sistema oprobioso de la colonia, y por último, exponía los objetivos estratégicos internacionales, profundamente latinoamericanistas y antimperialistas con que se iniciaba la guerra de independencia en Cuba.
Por ello entendió que aquella revolución liberadora de base popular debía iniciarse a través de una guerra que había de dirigir y preparar en sus más mínimos detalles ideológicos, militares, jurídicos y políticos.
Nada descuidó Martí en aquella contienda, y hasta Los poetas de la guerra (1893), libro que reúne los versos populares que se recitaban o cantaban en los campamentos mambises, y su Diario de Campaña, contentivo de sus anotaciones acerca de la guerra, tuvieron también el propósito de hacer recordar “a un país y a la caidiza y venal naturaleza humana, la época en que los hombres, desprendidos de sí, daban su vida por la ventura y el honor ajenos”. [10]
En el documento aparece una idea medular que lo recorre de principio a fin, y es la necesidad que tiene la Revolución cubana de llevar a cabo una guerra ordenada y breve que impidiera la intervención de los Estados Unidos y diera cumplimiento con la emancipación de Cuba a sus objetivos de alcance universal. En consecuencia, la guerra del 95 debía ser organizada y llevada a cabo sobre principios que no la desviaran de procedimientos y métodos que la hicieran inexpugnable. Esta es preocupación central de Martí sobre todo a partir de 1887 cuando comprende que los peligros de la expansión imperialista acechan a la independencia de las Antillas y a la soberanía política de Hispanoamérica.
En correspondencia con estos propósitos, tres días después de su rúbrica, el Manifiesto fue enviado a Nueva York por Martí, quien impartió instrucciones muy precisas acerca de su difusión en la prensa y su envio a los gobiernos latinoamericanos. Por ello pide la impresión de 10 mil ejemplares como mínimo y orienta de forma muy específica su distribución dentro de Cuba, sobre todo entre los españoles y los cubanos negros.
El optimismo, la actitud ponderada, la intransigencia de principios y la inconmovible confianza en la capacidad de los cubanos para cumplir su destino histórico, no podían faltar en tan trascendental documento, en cuyo 130 aniversario continua convocando a cubanos y cubanas a la unidad y a la batalla por la independencia y la confirmación moral de todo un continente.
[2] José Martí. “El Manifiesto de Montecristi”. En Obras Completas, La Habana, 1991, Tomo 4, p. 95
[3] José Martí, Ob Cit, Tomo
[4] José Martí. Ob Cit, p.272
[5] José Martí. Obras Completas, Ob Cit, Tomo 1, p. 279; Tomo 4, p. 101, 122
[6] Ibídem, Tomo 8, p. 289.
[7] Martí se llamó a sí mismo con el nombre que creyó debía tener todo hombre: “soldado de la libertad”. Ver: Fina García Marruz. El amor como energía revolucionaria en José Martí. Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2003, p. 227.
[8] José Martí, Obras Completas, Ob Cit, Tomo 20, p. 475
[9] José Martí. Epistolario. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1993, Tomo V, p. 116.
[10] “Los poetas de la guerra”, Obras Completas, Ob Cit, Tomo 5, p. 229-235