EN su materia pura, en su fibra intrínseca y constante, el cubano no está hecho de odios. En todo caso viene de transculturaciones que siempre duelen; viene de pasiones y desprendimientos; de una generosidad que sabe del perdón y hasta de la piedad, esa sin la cual, como nos enseñaron nuestros primeros padres, es imposible que haya Obra verdadera.
El cubano es tan sensible que, a pesar de su entrañable afán libertario, hoy puede entender el terror y el desconcierto de los jovencitos que llegaron en el siglo XIX desde la madre España a vérselas con fieros centauros, nuestros mambises, quienes arremetían a machete limpio porque querían una tierra emancipada y fraterna. Como en estas horas me decía alguien a quien mucho quiero, ningún peninsular, de los que se quedaron entre los criollos de la Isla cuando empezó el siglo XX —y muchos de ellos laboraban en fondas o en bodegas de esquinas, eran los llamados «gallegos» y hasta ceceaban— sufrieron el rencor o el odio de quienes descendían de los heroicos libertadores.
Todo, en fin, se fue volviendo una suerte mestiza de la cual somos hijos. Por eso nunca ha dejado de azorarme y de dolerme un ejército como el de Fulgencio Batista, cuyos integrantes eran cubanos y en cuyas filas hubo verdugos ensañados con la integridad física de jóvenes insurgentes
—también cubanos—, aun cuando existe la intocable verdad de que las ideas no pueden ser asesinadas.
En un texto que debe ser de referencia para cada uno de nosotros: Ese sol del mundo moral, su autor, el maestro Cintio Vitier, recoge una frase del líder histórico de la Revolución Cubana Fidel Castro Ruz, a propósito de la orden dada por Batista de «matar a diez prisioneros por cada soldado muerto», durante los asaltos del 26 de julio de 1953: «En todo grupo humano —había dicho Fidel— hay hombres de bajos instintos, criminales, natos, bestias portadoras de todos los atavismos ancestrales». Esos hombres que segaron las vidas de los jóvenes asaltantes solo necesitaron una orden, la chispa de un sistema inhumano para desatar sus instintos.
Muy distinto fue luego, como también reconoció el líder histórico —y así lo recoge Vitier en su excepcional libro—, «el altísimo espíritu de caballerosidad que mantuvimos en la lucha», libre para admirar «el valor de los soldados que supieron morir», y para reconocer «que muchos militares se portaron dignamente y no se mancharon las manos en aquella orgía de sangre».
La Revolución triunfante de 1959 nació de una necesidad por levantar al hombre, por emanciparlo y nunca más echarlo sobre sus hermanos. Entiendo y siento qué se hizo para sacar al cubano de la madeja enajenante de los odios; para construirle un escenario de realización, donde lo mejor de la sustancia insular, tan bien expresada en un Ángel como José Julián Martí, pudiese brillar. Y esa excelencia intrínseca es la capacidad para el amor; o sea, para la empatía y la solidaridad.
Por todo eso —y más allá del cambio de época que trajeron las nuevas tecnologías de la información y la comunicación—, me resisto a creer que la materia esencial del cubano no sea de amor. Me resultan anómalos —francas excepciones de nuestra norma de bondad y humanidad— ciertos arranques de odio, provenientes incluso de algunos cubanos, quienes se ceban con las adversidades, tragedias y catástrofes sufridas por la Isla en tiempos recientes.
El último episodio terrible han sido la explosión y el incendio —como consecuencia de la caída de un rayo a eso de las siete de la noche de este viernes— en uno de los tanques de petróleo crudo de la base de supertanqueros de Matanzas. Y otra vez seguimos las noticias con mucho dolor, monitoreandolas cifras de las víctimas, preguntándonos por qué en esta amada Isla suceden siniestros tales. Otra vez, con las heridas del hotel Saratoga aún abiertas, le vemos la cara a un siniestro del cual costará trabajo recuperarse —porque esta
amadísima nación, humilde en todas sus aristas, tiene puesta la soga al cuello.
De nuevo la dirección del país —con el Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, en la primera línea— se enfrasca en coordinar las acciones y estrategias para el control y extinción del fuego. De nuevo emergen los rostros de los héroes (bomberos, rescatistas, médicos, paramédicos, obreros, técnicos, trabajadores del universo hidráulico, periodistas, mujeres y hombres del pueblo).
Podemos aceptar que son Sísifo y la piedra, la mala racha, o el infortunio. Aceptaremos condolencias, manos generosas que se nos tiendan, abrazos buenos; amaremos gestos sobre los que hemos conocido en las redes -las plegarias hechas por los compatriotas a la Caridad del Cobre, las cancelaciones de momentos festivos, la etiqueta tenaz de #FuerzaMatanzas; pero cerraremos la muralla ante los morbos y los odios, ante el esoterismo absurdo que achaca nuestros dolores a un castigo divino.
Nuestras vidas parecen estar hechas de momentos urgentes. No olvido que en un encuentro reciente con universitarios estadounidenses el Presidente Díaz-Canel expresó que «nuestra economía es una economía de guerra, es una economía de bloqueo»,
aunque la Revolución no renuncia a llegar a todos desde variables tan importantes como la de la seguridad social y el ofrecimiento de muchas posibilidades de realización humana; «lo que pasa —como él también dijo en ese momento— es que la Revolución nunca ha podido desarrollar su proyecto de construcción socialista de manera digamos lineal, o en una situación favorable, porque desde que surgió, desde que se declaró socialista ha estado bloqueada».
Dando la cara al virus del odio —ese que intenta fracturar la unidad de los cubanos, echar a hermanos sobre hermanos, desdibujar nuestros caminos a posibles soluciones a tanto problema, desdibujar nuestros caminos más sensatos, que son los de los consensos, los equilibrios y la serenidad— confieso que lo único temible es la posibilidad de que la barbarie, nacida de la ignorancia, deshumanice a una parte de nuestra sagrada familia insular.
Pienso que la urgencia sigue siendo la Patria, y que el amor sigue siendo la clave. En estas horas, como una hermana me recordaba mientras citaba ella palabras del Comandante Hugo Rafael Chávez Frías, «la Patria es el otro». Es eso: la Patria es el hermano, es la suerte de todos. Es salvarnos juntos, por encima de toda miseria o pequeñez humana. Hoy la Patria es saber amar.