Me ha tocado quedarme en teletrabajo, conocer a los entrevistados por las inflexiones de su voz a través de clips de WhatsApp, poner a todo el vecindario en stop para grabar, lo anterior sin dejar de pensar en el almuerzo, la comida, fregar, limpiar y jugar con la niña, pero el viernes pasado salí a hacer el periodismo fuera de las cuatro paredes de la casa.
El sol fuerte, los dos nasobucos, el gel en la mano, la careta protectora, un tráfico como en tiempos convencionales y para mi sorpresa, un ir y venir de pueblo que parecía vivir en un mundo ajeno al mío. Caminé más lento, inhalé lo que pude a través de dos telas impenetrables, andaba como una persona que sufre un golpe en la cabeza.
Acababa de escuchar al Dr. Duran, informar que La Habana reportaba 727 casos, la cifra más alta en una jornada, los días anteriores los contagios diarios promediaban más de 500 personas, esperaba una ciudad semidesierta, con aires de preocupación pero la realidad que tuve frente a mis ojos fue la de una Habana indolente, que parece vivir sin la presencia de un virus que solo en abril le ha robado la vida a 172 pacientes.
Quién me dijo que el mundo estaba detenido, que solo salen a la calle los imprescindibles en su centro de trabajo, que cada mañana escuchar al Director de Epidemiología es hábito de la mayoría, que los niños juegan y estudian dentro de casa.
Mientras el vehículo que abordé avanzaba, reflexionaba, quizás más de una vez por causa del estupor lo hice en voz alta: personas mayores sentadas en bancos de parques, los niños jugando al fútbol en el centro de la avenida, las mujeres y hombres fumando y conversando a centímetros de distancia, los adultos mayores, incluso con nasobuco por debajo de la nariz, las colas, tumultos redondos.
Pensé en tantos spot radiotelevisivos, en la necesidad de los comunicadores de reinventarnos cotidianamente para transmitir un mensaje certero, creativo, en Chamaquili, en los innumerables llamados a la disciplina, al uso correcto de la mascarilla y del distanciamiento, en los testimonios de los convalecientes, en el batallar contra la muerte de los gladiadores de batas blancas y el pesar que deja ser vencidos, me acordé de una amiga intensivista y aquel paciente que tuvo en paro varias veces, todos rebasados menos el definitivo y que aún le provoca a la médica sobresaltos en el sueño.
No se apartó de mi remembranza, la tristeza del Dr. Durán al comunicar las muertes, sus ojos a punto de desbordarse, la voz rasgada, es que hasta le ha tocado anunciar entre los decesos, la pérdida de colegas.
Otra vez la matemática apareció, casi 6000 casos activos, cuantos medicamentos, alimentos, camas de hospital, jóvenes voluntarios, vehículos destinados al traslado, sin contar los más de 20 mil sospechosos, también con atención institucionalizada.
Acaso hay derecho a ser desconsiderados, no pensar en ese médico, enfermero, técnico, farmacéutico, chófer, dirigente y otros tantos que no tiene una vida normal hace más de un año.
Todo eso se atropelló como imágenes continuas mientras tropezaba con una realidad inesperada. Reconozco que ser absoluta podría conllevarme a la falta de objetividad, hay muchísimas personas que sí cumplen lo establecido pero vencer la COVID-19 no es una batalla de unos pocos, nada hacemos con que una parte sea responsable con las medidas y la otra con su comportamiento desconozca el sacrificio estoico del personal de la salud y desestime el confinamiento de los disciplinados.
Ya conocemos la enfermedad, las más de 3 millones de vida que ha cobrado mundialmente en 1 año y 4 meses, las secuelas que deja incluso en los asintomáticos, la alta contagiosidad, entonces: ¿Qué más se necesita para percibir el peligro?
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