La guagua,

La guagua, al fin, llegó. Era un monstruo verde, una especie de dragón que botaba humo de sus tubos de escape.

Allí estaba yo. Peinado, recién bañado, los zapatos lustrosos y con medio litro de colonia echado encima. A mi alrededor, un grupito de personas que también esperaba la llegada de un P4, una 55 o cualquier otra cosa que pudiera llevarlas de San Agustín al Vedado.

Eran cinco, todos sentados a cómo podían en los pequeños bancos de la parada.

Poco a poco aquel espacio reducido comenzó a llenarse y todos nos apretujamos bajo la sombra del techo, huyéndole al sol. Sin embargo, estar apilados así me provocaba la misma sensación que estar solo en un mar de dunas del Sahara. Sentí que era un preludio de lo que dos horas después sucedería.

El tiempo pasaba lento y no podía más que mirar a cada instante mi reloj y maldecir a cuantas cosas ahora mismo no puedo mencionar. De la guagua solo escuchaba las vanas esperanzas de algunos que preferían mentirse a sí mismos que aceptar la cruda realidad.

-Ya debe estar al pasar. La anterior se fue hace como media hora, así que… ya debe estar al pasar- dijo uno.

-Más o menos a esta hora pasa una. Olvídate de eso que ya está al venir- dijo otro.

Mientras ellos sacaban sus cálculos, yo me entretuve sacando los míos:

“Una persona que tuviera que montar en la mañana un P4 hasta el Vedado y otro en la tarde hasta San Agustín, invertiría casi cuatro horas. Eso si la guagua demora solo 30 min, pero pueden ser más. Ahora, si esa persona mantuviera dicha rutina durante los cinco días laborables, perdería semanalmente a razón de espera en la parada y viaje en ómnibus… 20h. ¡Casi un día completo! ¡Y con cifras conservadoras!”, pensé. En lo que a mí concernía, acababa de perder 2h.

***

La guagua, al fin, llegó. Era un monstruo verde, una especie de dragón que botaba humo de sus tubos de escape. Abrió sus fauces con problema y todos en la parada nos dirigimos con prisa hacia ellas. La gente pedía permiso a gritos para subir, como si eso los disculpara de los empujones que propinaban en todas direcciones. Tras una cruenta lucha logramos entrar todos, aunque una señora quedó con medio cuerpo afuera. Un resto de comida en los dientes de la bestia.

En la boca de este monstruo comencé a ser masticado, triturado por la multitud hacinada y los efectos de la inercia. Todos, sin embargo, queríamos avanzar por el resto de conducto digestivo. “¡Caminen ahí, caballero!” “¡El centro está vacío!” “Mira, que hay un huequito” “Hagan espacio, por favor”. En medio de aquella bulla, el sarcasmo hizo lo suyo. “¿A dónde vamos a parar/con esa hiriente y absurda actitud?…” salió de las bocinas de la guagua.
Marco Antonio Solís amenizaba la situación de la mejor manera posible.

Poco a poco me fui adentrando en las entrañas, intentando buscar un espacio donde cupiera sin molestar a nadie. No fue cosa fácil. Logré acomodarme en un rincón que pronto percibí como el estómago de aquel animal feroz. El paso de la gente a mis espaldas me apretujaba contra uno de los tubos de la guagua. “Sí, las paredes del estómago”, pensé. El mal aliento y el hedor de ciertas axilas comenzaban a quitarme el aire. “Por supuesto, los jugos gástricos de la bestia”, deduje.

A mi alrededor, el resto de los devorados conversaba como si estuviesen en la acogedora confianza de sus hogares. Los secretos, los problemas personales, las conquistas amorosas y las historias de juergas nocturnas quedaban al descubierto, sueltas en el aire para quien las quisiera escuchar. Si me dedicara a eso de escribir novelas, montar un ómnibus sería un noble sacrificio en busca de inspiración.

***

Cuando está cerca el destino de algún “pasajero” este debe acercarse lo más posible a la salida. Poner los pies fuera de allí suele llevar una estrategia planeada con antelación. Así lo hice. De a poco, avanzando pulgada a pulgada, me dispuse a salir. Pasé por el centro de la guagua, un acordeón a manera de intestino cuyo olor me recordó inevitablemente a un baño público. Tras mi camino por las tripas del monstruo fui defecado, expulsado con violencia junto a otros por la última puerta.

Apenas caí de pie en la acera. “Este monstruo, de tanto que comió, se indigestó”, pensé mientras veía al resto salir. Reparé en mí, ya más calmado, y sentí que era nada más y nada menos que la excresencia de esa fiera verde que se alejaba. Su sistema digestivo había hecho el trabajo de convertirme en un adefesio humano. Allí estaba yo: despeinado, la ropa sucia, los zapatos llenos de pisotones y con la fragancia de una manada de gorilas encima. Estaba, literalmente, hecho mierda.